No me gusta sentirme estancado. Es un sentir clichoso, sobregastado, y lo odio. Me
acuerda a los diecisiete años, cuando mi vida entera se resumía en una rutina
diaria que llevaba repetida desde maternal, desde el vientre, desde antes. Me
acuerda a mi cuarto, a la ropa que he repetido desde los doce años, en algunos
casos, a la cama y los muebles que reorganizo cada cierta cantidad de tiempo
para traerle variedad al flujo de mis sueños, a la explosión de mis rabietas esparcidas
como mis pantalones en el piso. Me acuerda a los dos años que llevo como
estudiante universitario en Río Piedras—dos años que me han bañado de
bendiciones que tal vez hoy día no sean más que buenas noticias, que tal vez no
sean más que el leve oleaje jugando con mi cuerpo en la marea—dos años que también
tienen el sabor a rutina, a alarmas de lunes a viernes, a jueves practicando la
promiscuidad por los bares de Hato Rey, de Santurce, de la Loíza, de nuevo en
Rio Piedras. Y con tan sólo pensar que me quedan tres años más persiguiendo
matrículas, tres años más de contar los días hasta las vacaciones y contar las
semanas hasta el comienzo de clases, tres años más de acelerar las turbinas
para terminar photo-finish con buenas notas y enseñárselas a mi abuela, tres años
más de las mismas carreteras dando vueltas infinitas en una isla que no cambia
por nada del mundo, tres años más de anticipar el próximo Gran Cambio que está
a punto de aterrizar, vagueando, o la próxima Gran Tragedia que está a la
vuelta de la esquina, acechando.