5.1.14, 15h00, Río Piedras, Puerto Rico:
La lavadora en casa por
fin se cansó de su existencia ajetreada y decidió nunca más exprimir la ropa tras
la lavada, dejando cada calzoncillo agujereado y camisa sudada y mahón gastado y
media soltera flotando en una sopa de sucio y espuma. Mi madre fue la culpable: creyó la máquina un Atlas que podía cargar con su peñón de ropa sucia—y de
noche escucho la lavadora planificar su venganza con los demás enseres
hastiados. Por obra y gracia del Espíritu Santo, tenemos una vecina cristiana que nos ofreció acceso a su
lavadora de pesetas—la primera vez hasta vertió mi canasta
apestosa ella misma, hasta la trajo a nuestra puerta cuando terminó de
lavarse, Dios la cuide—pero cuando ella no está (o si está, cuando se encuentra
indispuesta o rezando o yo no sé qué) nos vemos obligados a ser lavanderos nómadas,
a buscar los ríos y las quebradas menos contaminadas para enjuagar nuestros
atavíos más delicados.