Saturday, January 4, 2014

Presentación de 'Abolición del pato' de Larry La Fountain-Stokes, en laMágica

3.1.14, 18h04, Río Piedras, Puerto Rico:

Le comenté a mi tío (éste es mi tío) más o menos para octubre que Larry La Fountain-Stokes venía para el Festival de la Palabra y que yo quería aprovechar mi posición privilegiada de voluntario (líder, que conste) para uno, conocerlo, y dos, agradecerle por su gran obra Queer Ricans: Cultures and Sexualities in the Diaspora (cual fue indispensable para un análisis comparativo que hice entre Diario de una puta humilde de David Caleb Acevedo y la obra de Manuel Ramos Otero). Cuando Larry no está ocupadísimo siendo catedrático en la Universidad de Michigan, Ann Arbor—además de fungir como performero absolutamente desquiciado, es un académico sumamente destacado en el área de estudios queer y latinoamericanos y puertorriqueños y diaspóricos y yo no sé cuántas disciplinas más—se pasa viajando entre la casa de su madre en Miramar y el gay mecca de New York. Por cierto, la última vez que él y mi tío se vieron (supongo que el 28 de junio del año pasado, según la firma de Larry en el libro que tengo abierto entre mis piernas) le firmó una copia de su nueva colección de cuentos, Abolición del pato. Mi tío me dijo que le mandara saludos de su parte durante el Festival, que lo quería muchísimo y que yo debería leer su último libro, cual me mandó por correo.

No tuve el tiempo para leer Abolición al instante—confieso que soy un comprador compulsivo de libros, que mi lista de libros por leer es larguísima y me atrevo a decir que sería más corto leer un solo libro en la lista que la lista como tal—así que no pude hacerle un análisis completo antes de conocer a su autor. Y el momento de conocer a Larry también fue durante circunstancias un tanto extrañas porque fue durante la apertura del Festival de la Palabra en el teatro Tapia, cumpliendo con la misión de satisfacer a las comemierderías del gobierno y a los humildones de ganadores de premio—y nosotros los plebeyos tuvimos el privilegio de compartir el mismo espacio con aquellas cometas estrelladas y cachetearle algunos piscolabis y traguitos que nos daban entre dientes. Digo que fue extraño porque nos seguían moviendo de asiento, que si le guardáramos la primera fila para esta persona pero llegó otra de más alto rango en la burocracia, y Brenda y yo nos miramos y dijimos “Pa’l carajo, vámonos patrás” y en esas saludé a la profesora Vanessa Vilches y creo que a Yolanda Arroyo Pizarro y nos sentamos para que empezara la ceremonia. Lo más extraño (y cómico, en retrospectiva) es que escuché a Larry antes de reconocerlo, que cuando el primer orador se tiró el primer chiste la primera noche del Festival, el primero en reírse fue Larry La Fountain—también el más alto que se rió, una risa efusiva, como si de verdad fuese cómica la cosa, tan estupenda fue su risa que me olvidé de lo poco cómico que fue el chiste y me puse a reír también—y yo no tuve más remedio que virar la cara con lentitud en esa manera delatora mía y mirarlo de reojo—a este jincho con tatuajes negros en los antebrazos y espejuelos como de los ochentas y una argolla bien linda en su ceja izquierda—hasta que Brenda me dijo que sí, que ése era Larry La Fountain. Ah, pues bien… jamás la hubiera pegado.
Resumiendo un poco (que me desvío y regresan al Facebook), esa risa acompaña a Larry en todo momento, en cada espacio que se encuentre no importe cuán salitroso, y si no lograba ver a Larry, lo lograba escuchar—hasta en el Aula Central del Museo de Arte de Puerto Rico, con todo y la millonada de chamaquitos que aprovecharon la visita al Festival para improvisarse un field day—y fue de lo más que extrañé de él cuando terminó el Festival y partimos caminos, él hacia Michigan y yo hacia mi apartamentito en la Eduardo Conde—y nos prometimos volver a janguiar y pasarla riquísimo como aquella noche que fuimos a Dragacadabra a celebrar el cumpleaños de Eduardo Alegría (y por las conexiones de Larry con el dueño, nos dejaron entrar a pesar de la multitud apiñada adentro y las demás locas se quedaron afuera muertas de la envidia).
Bueno, tengo la dicha de volver a ver a Larry una segunda vez, en el primer evento que auspicia la librería Mágica para el 2014, en la presentación de su nuevo libro, Abolición del pato. Detengo mi lectura de Página en blanco y staccato de Ramos Otero (texto que interrumpe mi lectura de Antes que anochezca de Reinaldo Arenas (texto que interrumpe mi lectura de And the Band Played On de Randy Shilts (ya tienen la idea))) para leerme el texto de Larry antes de la presentación. Qué buenas son las vacaciones sólo por el hecho de que permite a todo estudiante amante de la lectura a acurrucarse con un texto y acariciarle las paginas, sumergirse en la experiencia tántrica de su digestión—no tragarse cuatro capítulos de cantazo como durante el semestre, entre borracheras y cápsula tras cápsula de Adderall con tal de pasar un examen. Cojo esta semana para hacer sentido de todos los relatos en Abolición, para entender cuáles son más legibles que otros y por qué, para hastiarme con esta loca de Larry porque ajá, ¡no logro entender su libro! Seré yo como lector, que leo a prisas (bueno, no tan a prisas, quizás como a veinte páginas por hora; mi generación se distrae fácilmente) o yo como lector a medias que a veces soy la primera vez que me acerco a un texto—pero más y más quiero leerlo, porque eventualmente encontraría el Sésame, lo sé—y poco a poco logro discernir las claves que Larry encierra entre las letras de su abecedario, y de repente entiendo el propósito de las contradicciones, de los anacronismos, de las referencias a los setentistas y (en especial) a Ramos Otero (¿pensabas que no nos daríamos cuenta?), de los vuelcos (¿cómicos?, ¿irónicos?, ¿superfluos?) y redundancias que el lenguaje toma de una página a otra—y entiendo que no es el autor, es el lector, que nuevamente me topo con un libro que tiene su propio código y me estoy haciendo el ciego. Mal, mal; así no se hace.
Así que con gusto separo la hora y la fecha y le llego a la Mágica tras ayudar a mi madre a (no) encontrar en todo Río Piedras (ni) una de esas novelitas de amor que ella se lee para pasar las horas de soledad en su cuarto acalorado. Todavía son las seis y cuatro y en hora puertorriqueña pues tardarían un poco más; aprovecho para darle un beso y un abrazo a Larry por lo feliz que estoy en verlo (inclusive, más sobrio que la ocasión anterior). Entro a la Mágica y tienen algunos lasitos al gusto navideño sobre los libros, hasta en el mini-templo que le irguieron a Lalo en la entrada. Me encuentro con Karen Sevilla, intercambiamos cortesías navideñas, y nos sentamos con las manos llenas de saltine crackers y pepperjack cheeses y salamis de consistencia dudosa—terminamos discutiendo algunos textos de Ramos Otero, algo que siempre ocurre entre ella y yo, especialmente su poesía, especialmente Invitación al polvo, especialmente el poema 29—y por suerte (o destino, no sé) me viro y a mi derecha están cuatro copias de la Novelabingo en el anaquel—Karen me dice que ella quisiera tener una copia original del libro, y le digo que hablara con Cindy Jiménez-Vera, porque la última vez que la vi, estaba en su casa (en el laberinto de Bayamón) cosiendo copias de su nuevo poemario 400 nuevos soles (exquisito, que conste) y me comentó que algunas joyitas de ser la directora de la Biblioteca Nacional en Puerta de Tierra era tener acceso a los libros más raros de la literatura puertorriqueña, entre ellos la primera novela de ciencia-ficción en Puerto Rico, de Washington Llorens, y una primera edición de la Novelabingo—y también como si fuera destino, ahí llega Cindy y la saludamos y nos dice que estaba media cansada (y bendito, se lo noto en los ojos y en el abrigo negro que llevaba puesto).
Empieza a llegar más gente y veo que está presente quien supongo ser la madre de Larry—también Elidio Latorre Lagares (profesor mío y editor de la Abolición), y hasta Mickey Negrón (aunque él llega un poco tarde). De repente, me encuentro rodeado de un buen conglomerado de personajes extraños, de autores que conozco y autores que he leído y autores cuyas obras todavía no he tenido el privilegio de aventurar—pero el más omnipresente de la noche es Larry, más bien su risa, como un Casper feliz flotando sobre todo el mundo—y para que vean lo hermoso que es Larry, que antes de comenzar la discusión, se para entre todos y nos ofrece vino tinto o blanco a quien quiera, que él mismo les buscaría las copitas—y en esas, Karen y yo nos miramos, suspiramos un poco por la belleza de su gesto, brindamos, resonamos un ching-ching con los vasitos de plástico, y discutimos un pequeño bambú que le regalaron durante el día.
Por fin el dueño de la Mágica nos da la bienvenida y presenta al doctor José Quiroga, quien prologa el libro, y él inicia su discusión citando las múltiples conjugaciones del verbo abolir—aparentemente nosotros abolimos, pero yo no abolo—aparentemente viene del latín abolere—y arranca con una de esas pajas mentales que todo teórico se tira ante un público medio atento, citando a Derrida y a Mallarmé como si yo tuviera tiempo en el semestre para leer a los grandes teóricos a los que Luis Felipe alude como si fueran viejos panas—y en esas Lizza Fernanda hace su entrada (sabía que iba a llegar, aunque fuera tarde) cuando empiezan a discutir de los primeros textos del libro, “Preludio en boricua patas-atrás (pequeño cuento de hadas)”, que debe leerse como una reescritura performática de una clase de historia latinoamericana. Lo más cómico es que Lizza entra como sólo una drag queen lo haría: la puerta se abre de cantazo, todos miran y se olvidan de Quiroga por como diez segundos, y ella pasea con sigilio y con su mirada fija hacia las cámaras y los destellos al final de la pasarela—Larry, por supuesto, se ríe de Lizza cuando entra, cómo no—si la loca de Alejandro Aldarondo diseñara el look de Lizza, empezaría con trazos delicados de sus tacos de terciopelo negro, seguiría la línea de sus piernas bien esculpidas revestidas en unas medias oscuras con flores de encaje negro, le daría una pencil skirt negra con un girasol de azabache, grande como sus pantallas y sus anillos, un blazer tan negro como su blusa y su cartera (también florecida), y le dibujaría una peluquita rubia corta de lo más chic, y le pintaría toquecitos de turquesa y lila alrededor de sus ojos—cuando ella me pasa por el lado, me saca la lengua, rápido como un látigo, sólo para mí, su interpretación lacaniana de un chistecito entre nos (creo yo)¿habrá pensado que yo no me daría cuenta? La Quiroga continúa con llamar Abolición del pato un texto multigenérico, con cara de experimento y de juego carnavalesco, con intención performática que sólo remite a las múltiples personalidades de Larryentre ellas Lola Lolamento Mentosán (protagonista del relato epónimo “Abolición del pato (todo por la letra A)”, un performance ficcionalizado que tuvo en la Casa Cruz de la Luna en San Germán)—y tras discutir dos o tres líneas más, hasta ahí llega la discusión (sin espacio para hacer preguntas, que conste) y todos le aplauden.
Entonces le toca a Larry dirigirse a su público, a los que vinieron solamente a verlo leer, y él saluda a toda su familia
Larry La Fountain leyendo
"Preludio en boricua pata-atrás"
(en efecto, ahí están su madre y su hermana) muy a tono con el espíritu navideño que nos tiene a todos de buen humor—muy a tono con el poder de convocatoria que tiene un evento cuya estrella es Larry La Fountain, porque la casa está llena—probablemente muchos están teniendo unas Navidades tan aburridas como las mías, sumergidos en la soledad de un año no tan nuevo y unos reyes no tan magos, y como yo, quieren interrumpir la monotonía de las vacaciones y rodearse de (la discusión de) libros. Larry nos ofrece un ñaqui: nos lee “Preludio en boricua patas-atrás”, y solamente en su lectura a viva voz comienzo a entender la profunda intención performática de la obra entera. A pesar de que el lector comienza el relato como un cuento de hadas, Larry cautiva a un público compuesto de lectores que buscan saber más, de otros autores que insisten en no amarrarse a un reloj, de otras drag queens que no quieren pasar el trabajo de maquillarse para el evento (aunque yo las leo de arribabajo rapitido). Muy pronto, nos reímos todos de su rápido voleo de cuanta marca existe—“porque en aquella época no había Jenny Craig, ni fen-phen, ni Weight Watchers, ni Splenda, ni Slim Fast, ni NutraSweet, ni Sweet’N Low, ni Coca-Cola de dieta, ni Tab, ni Fresca, ni Pepsi ONE”—toda una inserción anacrónica de los productos que nos rodean mientras reescribe (en frases estrambóticas, en explosiones casi infantiles) la historia de la conquista de América y la colonización de sus pueblos—incluso inserta un paréntesis preguntándole al público quién ha visitado la Ciudad de México, la pregunta parece casi parte de la lectura—en otra cuestiona la utilidad y los beneficios (dudosos) del cigarrillo electrónico, como si tuviera que ver con la historia de Aztlán y Tenochtitlán y Qosqo (se refiere más bien a Cuzco, no Costco) y yo no sé qué, es un poco fácil perderse en el torbellino de la lectura (aunque tenga el libro en mano). De momento, entiendo que toda historia es un discurso, un texto dentro de un libro; que el pasado (casi siempre) remite a las manifestaciones del presente, y que en esa mezcla de personajes (supuestamente) históricos y productos (no tan) contemporáneos es que residimos nosotros: en un torbellino de hechos que son palabras y objetos que son comp(a)rables; que toda nuestra historia y contemporaneidad es un performance en el cual nos dejamos llevar como si fuera un bien viaje de pasto, de los buenos, que te llevan palante y patrás (como Larry nos advierte en su título).
La lectura continúa, y cuando Larry se tira la de cantar lo que dijo Colón al "desembarcar" en Puerto Rico (inmortalizadas en la reescritura de la Borinqueña que tantos en el público cantamos) entra Urayoán Noel, el papi de Urayoán Noel—ese fucking cocolo del diablo, más rico que estás, cabrón, te quiero sentir encima y adentro ahora—y cuando un negro se acerca al cristal de la vitrina muy de repente (creo que lo he visto deambulando antes por la estación del tren, no sé), Larry empieza a recitar el Hare Krishna, aplaude para que todos lo acompañen en el mantra de otro tiempo y otra era (¿notan los anacronismos?). Larry nos deleita con otro paréntesis sobre sus días en Harvard (sí, esta loca estudió en Harvard) y sus hazañas con sus roommates y los Hare Krishna de Harvard Square y sus polémicas de crisis de identidad (con los cuales me identifico), en esas entra Lilliana Ramos Collado, y Larry se emociona tanto de verla allí, y vernos a todos, y ver a su público tan absorto en una lectura tan alucinógena, tan discontinua como entretenida, que no le queda más remedio que reírse—y todos nos reímos con él porque así es Larry, así siempre ha sido (bueno, supongo yo, ni han pasado cuatro meses desde que lo conocí)—y termina su lectura a un poco más de la mitad del relato, pero ya todos estamos aplaudiendo, nos quedamos con las ganas pero que se joda, quedó brutal y valió la pena levantarme de mi lecho soñoliento para contagiarme con esa risa que sólo Larry logra producir.
Comienza, entonces, lo que siempre ocurre después de una tertulia entre autores puertorriqueños: el jolgorio, el vinito, la firma de los libros, las risas compartidas. Me acerco
a Elidio y le pregunto sobre el libro, el cual editó para Terranova—él recibió el manuscrito y en una misma tarde se lo leyó, lo encontró estupendo—y yo pienso que sí, que se puede leer en un día, pero mi cerebro todavía no puede digerir tanto material de cantazo (para eso están nuestros editores y lectores voraces). Al lado se encuentra Lizza y me dice que esté pendiente a su reseña de Abolición (¡sale a fin de mes, pendiente a su blog, queridos lectores!), aunque adelanta que piensa que este libro va a vender, y mucho (y Luis Felipe sí que sabe pegarlas). Me viro y (como diría Lola Lolamento Mentosán) hay casa llena, llena de risas, risas de Larry, Larry la Fountain—y la fila para comprar el libro está larguísima—y Elidio hasta tiene que ir al carro a buscar más ejemplares—y en la parte de atrás están las drag queens tirando sus chistes de locas descabelladas en lo que se bajan las galletitas y las botellas de vino—y Larry ahí sentado cerca de la entrada, firmando sus libros y riéndose con todo el mundo. En esas, yo me le acerco porque necesito más claves, porque no puedo superar ese sabor a enigma que su libro me dejó en la boca.
Me siento con paciencia a esperar en lo que dedica libro tras libro (con fecha y lugar y un quack!-quack!). Le pido algunas claves para entender la Abolición y me dice que todos son cuentos muy diferentes, muchos son sumamente anacrónicos—como el último texto, “A Monstruos, Calamitous Event, Akin to Birth”, el único texto (en su mayoría) en inglés, un relato de prosa poética escrito a principios del milenio en el que reflexiona sobre su obra completa—y ahí está Ramos Otero en el "projection screen", en su "odd lung condition", en su vida como si fuera una proyección de cine. Entiendo que la confusión es parte del texto, ya que muchos cuentos (entre ellos el “Diccionario de amor y paciencia”, dos ensayos líricos en forma de glosarios) son intertextuales con su libro anterior, Uñas pintadas de azul (de ahí mi confusión con los personajes e historias cuyo referentes no comprendo en su totalidad). Me comenta que la homosexualidad es el tema que los une a todos, que ésa es la clave para su comprensión—en especial “Junior, reggaetón tropical”
Larry con su madre, Ramona
(léase en clave de reggaetón), un juego de espejos (a lo Ramos Otero) entre dos hombres (uno Júnior, el otro Júniol) cuyos cuerpos se encuentran en un abrazo sexual pero cuyos corazones no logran establecer la estabilidad del amor que el pasivo añora—en especial “Dos historias para Paul” (también remitiendo a Ramos Otero; ¿vamos a seguir con este juego?), relatando una historia de amor con un tal Paul que brinca entre los personajes y los perros de los amantes, sus dobles animales—en especial “Cuento de un padre y un hijo”, fácilmente mi relato favorito, también publicado en la antología Los otros cuerpos (un punto más para los anacronistas). Me presenta a su madre, Ramona, de ochentaicuatro años, y noto que sus ojos brillan con cuanta loca que vino a ver a su hijo, quien se pasa de persona en persona saludando y besando y abrazando y acariciando—a todo esto, yo me quedo mirando todo, disfrutando de los aires que se parecen a Navidad pero ya casi no lo son, sentadito con mis preguntas y mi libretita roja—y Larry me presenta a personas que no me conocen pero sí a mi tío, y en cuanto se enteran que yo soy el sobrino de Luis Carle, en seguida estiran el brazo para darme un beso y un abrazo como si la familia ochentosa nunca se hubiera extinguido con la pandemia.
Me tengo que ir temprano porque, mafutero al fin, dejé mis llaves (y mi pieza) en el apartamento de Gabriela (bueno, no es el apartamento de ella, en realidad es de Mariana, pero Gabriela lo usa como si fuera suyo en lo que Mariana regresa de New York para entretener a sus amigos y completar su primer poemario, Niñerías y vagancias, para el concurso del ICP), pero me voy un poco con las ganas de escuchar más, de ver a Larry leer más de su texto de locuras, de carnavales mariconiles y voces del pasado mezclando con el presente, con Ramos Otero aquí conmigo y Karen y allá con Larry en su Abolición, con aires de añonuevo que inaugura meses de casas llenas, de discusiones literarias, de caras de años atrás mezclándose con paterías del presente. Gracias, Larry, por tan buen libro, y tan buena lectura. Enhorabuena. (¡Quack-quack!)
Este servidor con Larry La Fountain

1 comment:

  1. ¡Muchas gracias José Gabriel! ¡Eres muy generoso! ¡Qué ojo para el detalle!

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