Monday, January 6, 2014

Destellos de vejez

5.1.14, 15h00, Río Piedras, Puerto Rico:

La lavadora en casa por fin se cansó de su existencia ajetreada y decidió nunca más exprimir la ropa tras la lavada, dejando cada calzoncillo agujereado y camisa sudada y mahón gastado y media soltera flotando en una sopa de sucio y espuma. Mi madre fue la culpable: creyó la máquina un Atlas que podía cargar con su peñón de ropa sucia—y de noche escucho la lavadora planificar su venganza con los demás enseres hastiados. Por obra y gracia del Espíritu Santo, tenemos una vecina cristiana que nos ofreció acceso a su lavadora de pesetas—la primera vez hasta vertió mi canasta apestosa ella misma, hasta la trajo a nuestra puerta cuando terminó de lavarse, Dios la cuide—pero cuando ella no está (o si está, cuando se encuentra indispuesta o rezando o yo no sé qué) nos vemos obligados a ser lavanderos nómadas, a buscar los ríos y las quebradas menos contaminadas para enjuagar nuestros atavíos más delicados.

Mi abuela quiere aprovechar una visita a titi Magüi, mi tía-abuela y su cuñada, para lavar ropa en lo que se bajan una tasa de café con sándwiches de jamón embarrados en queso americano—y de una vez obligarla a despojarse de sus mortajas, de las telarañas de la vejez, de los lacitos de seda que constantemente la amarran al capullo de su cama. Hace algunos meses—yo diría desde el año pasado, pero tal vez desde que falleció mi abuelo—empecé a notar comentarios sobre aquel cuadro triste que compone titi Magüi y su esposo Luis Jaume—la primera abrumada por el bombardeo constante de cuanto achaque le explota en la cara de todo octogenario (y no puedo evitar pensar en mi abuelo, en sus últimos años de vida, en su dolor corporal cuasi-omnipresente)—el segundo constantemente aturdido, confundido, ensordecido, perdido en esta calle tan similar a la otra, su cerebro con Alzheimer procesando cuán lejos está de su casa (aunque fuese a dos cuadras) en lo que hace sentido de dónde está el norte y de dónde vienen tantos carros en la carretera.
Honestamente, me siento algo aprehensivo de camino a su casa en University Gardens, a pesar de que siempre me he visto rodeado de personas ancianas, desde la temprana niñez: no botaron a mi madre de la casa cuando cayó embarazada conmigo, con todo y su soltería incontestada, y mi abuelo me crió como si fuera un hijo más, su sexto, y me alcahueteaba al borde del azucaramiento; mi abuela me enseñó a leer y a estudiar y a comer mofongo con chicharrones de pollo, serenata de bacalao con aguacate (¡fo, puñeta, peste a chocha fría!), carne mechada y arroz con habichuelas o consomé o beicon; titi Gloria, mi madrina y tía de mi abuelo, me cuidaba casi todas las tardes hasta kinder, y yo me sentaba en su balcón (sin televisión con cable, sin juguetitos ni un GameBoy) a escuchar los quejidos del viento riopiedrense; titi Flory (otra tía-abuela, ¿ves que son muchos?) vivía en Orlando y siempre encontrábamos la excusa y el dinero para quedarnos con ella por unas semanas. Mis tíos (y ellos me llevan como treinta años) vivían en su mayoría allá afuera, y nunca tuve primos entretenidos ni vecinitos para corretear las calles de Highland Park ni una plétora de amistades en la escuela que me aceptaran como yo fuera (esas relaciones vendrían después de los primeros destellos adolescentes).
Pero cuando nos estacionamos frente a su casa en la Interamericana, lo primero que noto es que los dos árboles que crecían en la acera—los  acuerdo grandes y fornidos, de los que tienen hojas y sombra, fresco, que bajan la temperatura del balcón y ofrecen una capa sutil de privacidad a la residencia—están negros, decapitados, sin ramas. “Están enfermos,” me dice mi abuela, y ni los toco porque parecen tocones achicharrados, las manos de una anciana que ha entregado sus dedos a la diabetes. Entonces comenzamos a gritar porque no escuchan que hemos llegado, a llamar por celular sólo para escuchar el teléfono adentro sonar incesantemente, a tocar bocina y alertar a los vecinos con nuestra presencia. Éstas son de las cosas que más odio de la vejez: la sordera, la mirada de confusión al pedir que repita lo que acababa de decir, el esfuerzo de condensar el pensamiento en masculleos más sencillos (y mi esfuerzo por enunciar mejor con esta lengua mía, vaga como es, que tantos problemas me ha traído). Yo me jarto y me trepo a propinarle varios cantazos a la ventana del lado—y mi abuela me llama para que no trate de causar tanto escándalo—y yo le digo que con gusto prendo unos cherry bombs en el balcón para ver si se dan cuenta que estamos aquí esperándolos en el calor—y mi abuela dice que tenga paciencia, que es “parte de” durante cada visita—y por fin Luis Jaume nos abre la puerta con una sonrisa más calurosa que el sol que cae encima de nosotros sin la interrupción de los árboles en la acera.
Lo abrazo porque hace meses que no lo veo, porque me da cositas llamarlo tío Luis (no sé por qué), porque está tan vivo y tan aquí como siempre lo ha estado (tal vez un poco más jincho), porque no está tan deteriorado ni desorientado como pensaba encontrarlo. Entramos a la casa y todo está limpio—no tanto porque ellos limpian constantemente, sino porque el peso de sus vidas es tan leve, sus movimientos tan imperceptibles, que a penas dejan huellas sobre las superficies; casi ni revoletean los motitos de polvo flotando en el aire cuando arrastran sus chancletas ortopédicas camino a la cocina. Voy al cuarto de titi Magüi (lo que, según tengo entendido, se ha convertido casi en sepultura) y ahí está ella, tan anciana como la acordaba—nada como las viejas que rodeaban a titi Gloria cuando la internaron en el Portal del Cielo—nada como el saco de pieles y huesos calcificados que me imaginaba con cuanto cuento deprimente—y está tan feliz en verme, como siempre, que se estira un poco, se sienta para darme un beso y rozar su mano fría por mi brazo (como para comprobar que de verdad había tomado el tiempo para visitarla). Noto lo hundido que está en el surco que su cuerpo ha dejado en la cama. Luis vira una silla para que me sentara, pero le digo que no, que mejor me quedo en la sala—por dentro pienso que prefiero no quedarme en ese cuarto con los mil achaques que (yo sé) terminarían discutiendo con mi abuela—en parte también porque veo demasiada indumentaria que me acuerda a mi abuelo, entre las muletas y los bastones y los andadores y el inodoro de plástico que le dan a los ancianos que no tienen las fuerzas para aguantar antes de llegar al baño—y me dirijo hacia el sofá (hace años era inmaculadamente blanco, ahora luce más bien un crema enfermizo) en lo que se encierran a escuchar a mi abuela informarmes sobre todos los problemas en Puerto Rico (los mismos que llevan discutiendo desde hace décadas).
Prendo el abanico porque el calor es descomunal y ellos viven con las ventanas y las puertas cerradas—¿será algo del siglo veintiuno?, porque mi abuelo nunca fue así, incluso siempre me peleaba cuando cerraba la puerta porque él siempre quería que entrara el fresco, que la casa se hinchara del sol de mediodía—escucho a mi abuela discutir una pesadilla que tuvo anoche (ella casi nunca sueña, un error cognoscitivo que heredé de ella) en el cual batalla una serpiente—noto una capa leve de polvo en los sillones, sobre la mesa oscura, flotando en los rayos de sol colados—es más bien un pitón, de esos que menea su cascabel, le sigue tirando con mordiscazos y ella sigue retrocediendo—me rodean cuadros de Augusto Marín, el exesposo de titi Magüi y padre de sus tres hijos, lo veo en las caras de Jesucristo a bolígrafo, en las esculturas de caoba, en los brochazos de color estéril guindando de todas las paredes—ella grita: “¡Sáquenme de aquí! ¡Auxilio!” y casi se levanta de la cama gritando (ella siempre duerme con la puerta abierta, así que mi madre la hubiera socorrido al instante)—yo trato de continuar con mi lectura de Mofongo con kimchi (y otros rellenos), la colección de cuentos que Brenda sometió al concurso del ICP, pero algo de la sala me da sueño, será cómo el abanico a penas corta el calor del aire estancado—y finalmente mi abuela se levanta del susto, se queda calladísima en su cuarto con el aire a todo jender, no puede volver a dormir porque se queda pensando en mi abuelo el resto de la noche—yo cierro los ojos y juro escuchar la risa de mi abuelo (pero no, es titi Magüi, sólo en momentos de comicidad es que su risa adquiere los mismos timbres que la de una vida pasada).
Me quedo pegado en ese espacio efímero entre la consciencia y el sueño. Pienso en otras ocasiones en que me he quedado esperando a mis abuelos (algunas, incluso, copias exactas de este momento, con todo y el poso de mi propio sudor en el pecho). Vienen muchas memorias a la cabeza, muchos sabores a la lengua. Las galletitas de chocolate chip y de M&Ms que titi Magüi compraba en Costco (que yo me comía solo y a escondidas). El pan Pepín que trajimos desde Puerto Rico y que tostamos con mantequilla en casa de titi Flory (aunque yo quería meterle a las mayorcas empolvadas). Aquella vez cuando inauguraron un casino nuevo (creo que en Dorado) y por acompañarlos me quedé como cinco, seis horas en el lobby del hotel (creo que a los siete, ocho años) y me entretuve viendo la cobertura en CNN sobre alguna tragedia en el Medio Oriente (no me pregunten cuál fue, no me acuerdo, y han sido demasiadas) en lo que todos los ancianos terminaran de botar sus chavitos del Seguro Social.
Mi abuela me pide que vaya a los Robles a comprar unos jugos de manzana para titi Magüi (y unas pastas de guayaba para ella) en lo que termina una segunda tanda de ropa. Yo gruño de la frustración al ser levantado de mi estupor. Rebusco por los pasillos del supermercado olorosos a desinfectante y a polvo y algo del lugar me remite a las nuevas diarreas que agobian a titi Magüi (y yo en estos días tan estreñido que mi dieta se ve limitada a ciruelas con laxativos GreatValue). Cuando regreso (¡siete pesos por dos jugos de manzana!, ¡cuatro por dos pastas de guayaba!) ya está el café y termino con los dedos embarrados del queso de los sándwiches (cuales como solo en la sala, mirándome en el espejo). Escucho a mi abuela pedirle el control remoto para que pusieran las noticias y yo tiro el celular al piso a patearlo por las losetas blancas—ay, porque el iPhone es una bicha y siempre se queda sin batería (hoy se me olvidó el cargador, maldita sea) justamente cuando estoy hablando bellaqueras con un chamaco por Grindr.
Por fin termina la segunda tanda de ropa y llega la hora de despedirnos. Le doy otro abrazo a titi Magüi (se vuelve a estirar sólo para darme un beso) y me voy sintiéndome mal porque no dialogué absolutamente nada con ella, porque me quedé con las ganas de escuchar su risa que tanto parecía a la de mi abuelo. Abrazo a Luis porque (yo sé) él no está tan ido como insisten, que es muy fácil descartar la olvidadez a la vejez, pero las personas (hasta los ancianos) no son tan simples, y las enfermedades no son tan estrictas. Guío con tanto cuidado que mi abuela no se queja ni una vez de cómo le conduzco su guagua y llegamos a casa antes de que atardeciera. De camino, ella comenta que titi Magüi ni desayuna, ni almuerza, y que todo lo que come durante el día es mitad del sándwich de jamón y queso y una taza de jugo de manzana—nada más.
No sé si la visita (como todas las otras) me empuje a temer la vejez, porque han sido muchos años escuchando a mi abuelo encogerse de algún quejido en el cuerpo, y tanto de mi código genético proviene de él (inclusive la calvicie, fuck). Yo padezco de la misma soledad que todo homosexual sufre en Puerto Rico. No sé si valdrá la pena esperar todas esas décadas sintiendo el calcio acumularse en mis coyunturas. Para colmo, no sé si encontraré el tiempo (o la chocha) para tener aquellos cinco hijos que siempre he querido—hijos que necesito parte de mi vida tal vez para reivindicarme por todos esos años de niñez troncada—o tal vez para enfrentar aquellas décadas de vejez porque aunque sea uno de los cinco saldrá bruto o tuerto o agradecido (ojalá) y se quedará conmigo hasta que me toque mezclar mis cenizas con las de mi abuelo en las aguas del Morro.

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