5.1.14, 15h00, Río Piedras, Puerto Rico:
La lavadora en casa por
fin se cansó de su existencia ajetreada y decidió nunca más exprimir la ropa tras
la lavada, dejando cada calzoncillo agujereado y camisa sudada y mahón gastado y
media soltera flotando en una sopa de sucio y espuma. Mi madre fue la culpable: creyó la máquina un Atlas que podía cargar con su peñón de ropa sucia—y de
noche escucho la lavadora planificar su venganza con los demás enseres
hastiados. Por obra y gracia del Espíritu Santo, tenemos una vecina cristiana que nos ofreció acceso a su
lavadora de pesetas—la primera vez hasta vertió mi canasta
apestosa ella misma, hasta la trajo a nuestra puerta cuando terminó de
lavarse, Dios la cuide—pero cuando ella no está (o si está, cuando se encuentra
indispuesta o rezando o yo no sé qué) nos vemos obligados a ser lavanderos nómadas,
a buscar los ríos y las quebradas menos contaminadas para enjuagar nuestros
atavíos más delicados.
Mi abuela quiere
aprovechar una visita a titi Magüi, mi tía-abuela y su cuñada, para lavar ropa en lo que se bajan una tasa de café con sándwiches de jamón embarrados en queso americano—y de una vez obligarla a
despojarse de sus mortajas, de las telarañas de la vejez, de los lacitos de
seda que constantemente la amarran al capullo de su cama. Hace algunos meses—yo diría desde el año pasado, pero tal vez desde
que falleció mi abuelo—empecé a notar comentarios sobre aquel cuadro
triste que compone titi Magüi y su esposo Luis Jaume—la primera abrumada por el
bombardeo constante de cuanto achaque le explota en la cara de todo octogenario
(y no puedo evitar pensar en mi abuelo, en sus últimos años de vida, en su
dolor corporal cuasi-omnipresente)—el segundo constantemente aturdido,
confundido, ensordecido, perdido en esta calle tan similar a la otra, su cerebro
con Alzheimer procesando cuán lejos está de su casa (aunque fuese a dos
cuadras) en lo que hace sentido de dónde está el norte y de dónde vienen tantos
carros en la carretera.
Honestamente, me siento
algo aprehensivo de camino a su casa en University Gardens, a pesar de que siempre
me he visto rodeado de personas ancianas, desde la temprana niñez: no botaron a
mi madre de la casa cuando cayó embarazada conmigo, con todo y su soltería incontestada, y mi abuelo me crió como si fuera un hijo más, su sexto, y me alcahueteaba al
borde del azucaramiento; mi abuela me enseñó a leer y a estudiar y a comer mofongo con chicharrones de pollo, serenata de bacalao con aguacate (¡fo, puñeta,
peste a chocha fría!), carne mechada y arroz con habichuelas o consomé o beicon; titi Gloria, mi madrina y tía
de mi abuelo, me cuidaba casi todas las tardes hasta kinder, y yo me sentaba en su
balcón (sin televisión con cable, sin juguetitos ni un GameBoy) a escuchar los quejidos
del viento riopiedrense; titi Flory (otra tía-abuela, ¿ves que son muchos?) vivía
en Orlando y siempre encontrábamos la excusa y el dinero para quedarnos con
ella por unas semanas. Mis tíos (y ellos me llevan como treinta años) vivían en
su mayoría allá afuera, y nunca tuve primos entretenidos ni
vecinitos para corretear las calles de Highland Park ni una plétora de
amistades en la escuela que me aceptaran como yo fuera (esas relaciones vendrían
después de los primeros destellos adolescentes).
Pero cuando nos
estacionamos frente a su casa en la Interamericana, lo primero que noto es que
los dos árboles que crecían en la acera—los acuerdo grandes y fornidos, de los que tienen hojas y sombra, fresco, que bajan la temperatura del balcón y ofrecen una capa sutil de privacidad a la residencia—están negros,
decapitados, sin ramas. “Están enfermos,” me dice mi abuela, y ni los toco
porque parecen tocones achicharrados, las manos de una anciana que ha entregado sus dedos a la diabetes. Entonces comenzamos a gritar porque no escuchan que
hemos llegado, a llamar por celular sólo para escuchar el teléfono adentro sonar
incesantemente, a tocar bocina y alertar a los vecinos con nuestra presencia. Éstas
son de las cosas que más odio de la vejez: la sordera, la mirada de confusión
al pedir que repita lo que acababa de decir, el esfuerzo de condensar el
pensamiento en masculleos más sencillos (y mi esfuerzo por enunciar mejor con
esta lengua mía, vaga como es, que tantos problemas me ha traído). Yo me jarto
y me trepo a propinarle varios cantazos a la ventana del lado—y mi abuela me
llama para que no trate de causar tanto escándalo—y yo le digo que con gusto
prendo unos cherry bombs en el balcón para ver si se dan cuenta que estamos aquí
esperándolos en el calor—y mi abuela dice que tenga paciencia, que es “parte de”
durante cada visita—y por fin Luis Jaume nos abre la puerta con una sonrisa más
calurosa que el sol que cae encima de nosotros sin la interrupción de los árboles
en la acera.
Lo abrazo porque hace
meses que no lo veo, porque me da cositas llamarlo tío Luis (no sé por qué),
porque está tan vivo y tan aquí como siempre lo ha estado (tal vez un poco más
jincho), porque no está tan deteriorado ni desorientado como pensaba
encontrarlo. Entramos a la casa y todo está limpio—no tanto porque ellos
limpian constantemente, sino porque el peso de sus vidas es tan leve, sus
movimientos tan imperceptibles, que a penas dejan huellas sobre las
superficies; casi ni revoletean los motitos de polvo flotando en el aire cuando
arrastran sus chancletas ortopédicas camino a la cocina. Voy al cuarto de titi Magüi (lo
que, según tengo entendido, se ha convertido casi en sepultura) y ahí está ella, tan anciana como la acordaba—nada como las viejas que rodeaban a titi
Gloria cuando la internaron en el Portal del Cielo—nada como el saco de pieles
y huesos calcificados que me imaginaba con cuanto cuento deprimente—y está tan feliz en
verme, como siempre, que se estira un poco, se sienta para darme un beso y
rozar su mano fría por mi brazo (como para comprobar que de verdad había tomado
el tiempo para visitarla). Noto lo hundido que está en el surco que su cuerpo ha
dejado en la cama. Luis vira una silla para que me sentara, pero le digo que
no, que mejor me quedo en la sala—por dentro pienso que prefiero no quedarme en
ese cuarto con los mil achaques que (yo sé) terminarían discutiendo
con mi abuela—en parte también porque veo demasiada indumentaria
que me acuerda a mi abuelo, entre las muletas y los bastones y los andadores y el
inodoro de plástico que le dan a los ancianos que no tienen las fuerzas para
aguantar antes de llegar al baño—y me dirijo hacia el sofá (hace años era
inmaculadamente blanco, ahora luce más bien un crema enfermizo) en lo que se
encierran a escuchar a mi abuela informarmes sobre todos los problemas en Puerto Rico (los mismos que llevan
discutiendo desde hace décadas).
Prendo el abanico
porque el calor es descomunal y ellos viven con las ventanas y las puertas
cerradas—¿será algo del siglo veintiuno?, porque mi abuelo nunca fue así,
incluso siempre me peleaba cuando cerraba la puerta porque él siempre quería
que entrara el fresco, que la casa se hinchara del sol de mediodía—escucho a mi
abuela discutir una pesadilla que tuvo anoche (ella casi nunca sueña, un error
cognoscitivo que heredé de ella) en el cual batalla una serpiente—noto una capa
leve de polvo en los sillones, sobre la mesa oscura, flotando en los rayos de sol
colados—es más bien un pitón, de esos que menea su cascabel, le sigue tirando con mordiscazos y ella sigue retrocediendo—me
rodean cuadros de Augusto Marín, el exesposo de titi Magüi y
padre de sus tres hijos, lo veo en las caras de Jesucristo a bolígrafo, en las esculturas
de caoba, en los brochazos de color estéril guindando de todas las paredes—ella
grita: “¡Sáquenme de aquí! ¡Auxilio!” y casi se levanta de la cama gritando (ella siempre
duerme con la puerta abierta, así que mi madre la hubiera socorrido al
instante)—yo trato de continuar con mi lectura de Mofongo con kimchi (y otros rellenos), la colección de cuentos que Brenda sometió al
concurso del ICP, pero algo de la sala me da sueño, será cómo el abanico a
penas corta el calor del aire estancado—y finalmente mi abuela se levanta del
susto, se queda calladísima en su cuarto con el aire a todo jender, no puede volver
a dormir porque se queda pensando en mi abuelo el resto de la noche—yo cierro
los ojos y juro escuchar la risa de mi abuelo (pero no, es titi Magüi, sólo
en momentos de comicidad es que su risa adquiere los mismos timbres que la de
una vida pasada).
Me quedo pegado en ese
espacio efímero entre la consciencia y el sueño. Pienso en otras
ocasiones en que me he quedado esperando a mis abuelos (algunas, incluso, copias exactas de
este momento, con todo y el poso de mi propio sudor en el pecho). Vienen muchas memorias a la cabeza, muchos sabores a la lengua. Las
galletitas de chocolate chip y de M&Ms que titi Magüi compraba en Costco
(que yo me comía solo y a escondidas). El pan Pepín que trajimos desde Puerto
Rico y que tostamos con mantequilla en casa de titi Flory (aunque yo quería meterle a las mayorcas empolvadas). Aquella vez cuando inauguraron un casino nuevo (creo que en Dorado) y por acompañarlos me quedé como cinco, seis
horas en el lobby del hotel (creo que a los siete, ocho años) y me entretuve
viendo la cobertura en CNN sobre alguna tragedia en el Medio Oriente (no me pregunten cuál
fue, no me acuerdo, y han sido demasiadas) en lo que todos los ancianos terminaran
de botar sus chavitos del Seguro Social.
Mi abuela me pide que vaya a los Robles a comprar unos jugos de
manzana para titi Magüi (y unas pastas de guayaba para ella) en lo que termina
una segunda tanda de ropa. Yo gruño de la
frustración al ser levantado de mi estupor. Rebusco por los pasillos del supermercado olorosos a
desinfectante y a polvo y algo del lugar me remite a las nuevas diarreas que agobian a titi Magüi (y yo
en estos días tan estreñido que mi dieta se ve limitada a ciruelas con laxativos
GreatValue). Cuando regreso (¡siete pesos por dos jugos de manzana!, ¡cuatro
por dos pastas de guayaba!) ya está el café y termino con los dedos embarrados
del queso de los sándwiches (cuales como solo en la sala, mirándome en el
espejo). Escucho a mi abuela pedirle el control remoto para que pusieran las
noticias y yo tiro el celular al piso a patearlo por las losetas blancas—ay, porque
el iPhone es una bicha y siempre se queda sin batería (hoy se me olvidó el
cargador, maldita sea) justamente cuando estoy hablando bellaqueras con un
chamaco por Grindr.
Por fin termina la
segunda tanda de ropa y llega
la hora de despedirnos. Le doy otro abrazo a titi Magüi (se
vuelve a estirar sólo para darme un beso) y me voy sintiéndome mal porque no
dialogué absolutamente nada con ella, porque me quedé con las ganas de escuchar
su risa que tanto parecía a la de mi abuelo. Abrazo a Luis porque (yo sé) él no
está tan ido como insisten, que es muy fácil descartar la olvidadez a la vejez,
pero las personas (hasta los ancianos) no son tan simples, y las enfermedades
no son tan estrictas. Guío con tanto cuidado que mi abuela no se queja ni una
vez de cómo le conduzco su guagua y llegamos a casa antes de que atardeciera. De
camino, ella comenta que titi Magüi ni desayuna, ni
almuerza, y que todo lo que come durante el día es mitad del sándwich de jamón
y queso y una taza de jugo de manzana—nada más.
No sé si la visita
(como todas las otras) me empuje a temer la vejez, porque han sido muchos años
escuchando a mi abuelo encogerse de algún quejido en el cuerpo, y tanto de mi
código genético proviene de él (inclusive la calvicie, fuck). Yo padezco de la misma soledad que todo homosexual sufre en
Puerto Rico. No sé si valdrá la pena esperar todas esas décadas sintiendo el calcio acumularse en mis coyunturas. Para colmo, no sé si encontraré el tiempo (o la chocha) para tener
aquellos cinco hijos que siempre he querido—hijos que necesito parte de mi vida
tal vez para reivindicarme por todos esos años de niñez troncada—o tal vez para
enfrentar aquellas décadas de vejez porque aunque sea uno de los cinco saldrá
bruto o tuerto o agradecido (ojalá) y se quedará conmigo hasta que me toque
mezclar mis cenizas con las de mi abuelo en las aguas del Morro.
No comments:
Post a Comment