Monday, February 3, 2014

'3a Feria de Libros Independientes y Alternativos' en la Loíza

1.2.14, 11h00, Santurce, Puerto Rico


          Hace unos meses descubrí lo maravilloso de los libros artesanales—puede referirse a proyectos de editoriales en cartonera, como las colecciones de Atarraya—puede referirse a las ediciones hechas a mano de Aguadulce—puede referirse a revistas estudiantiles exquisitas como Parelhios—por lo que puede significar en una economía caribeña estancada (como lo ha sido por siglos, si se piensa). Son una afrenta a la desfachatez de (algunas, no todas) casas editoriales locales que piden del autor (un compatriota que también sufre de la economía maltrecha) una aportación monetaria cuantiosa (sino completa) para sufragar los gastos de imprenta del libro—o sea, que si uno nace (o ya es) adinerado, uno también es publicable (como siempre lo ha sido, si se piensa)—o sea, que pudieses haber parido lo más cercano a “el/la próximo/a gran poemario/novela/colección de cuentos/híbrido extraño de Puerto Rico”, pero si eres un pobre de la vida, no tienes derecho a esa inmortalidad—o sea, que los estudiantes que padecen de la economía estudiantil (como éste que está aquí) están severamente jodíos. Son también una buena noticia para los que prefieren conservar el valor del libro impreso, especialmente en un mundo letrado disuelto por el torbellino cibernético y el texto en línea; incluso, remite a la rica tradición de los primeros libros confeccionados por cleros reclusos, a esos grandes tomos de la Edad Media caligrafiados laboriosamente con tinta dorada, ilustradas con el imaginario religioso apocalíptico de los nuevos testamentos, encuadernados con joyas semipreciosas y cueros exóticos (y, en muchas ocasiones, piel humana). Claro está, libros artesanales pueden referirse a panfletitos coloridos con copias impresas a tres centavos la copia, cubiertos con la cartulina gruesa de Almacenes Colón, cosidos a prisas unos días antes del evento con agujas hurtadas e hilo de nilón de Capri—pero los textos vienen directo de las teclas del autor, el diseño responde sólo a los gustos del artista que siente la necesidad de compartir las sinapsis de su consciencia, y la producción es nada más que un labor of love hacia el lector. (Besides, it’s the thought that counts.)
En la Feria del Libro del Autor el diciembre pasado, ayudé a David Caleb Acevedo vender decenas de ediciones artesanales de sus cuentos, confeccionados por él mismo (con alguna asistencia de su pareja y sus talleristas); me quedé bobo con cuanta copia vendió, con la frecuencia constante de clientes que llegaban hambrientos por libros para llevarse en mano. Ese mismo sábado, fui al apartamento de Cindy Jiménez-Vera y le ayudé a coser copias de su último poemario, 400 nuevos soles; ahí aprendí una variación de la técnica japonesa de encuadernación, la tranquilidad de sentarse en tu propia sala con una cantidad abrumadora de copias de tu propia obra, y la belleza inherentemente humana hallada en los pequeños errores, en los hoyitos equidistantes, en las marcas de las huellas digitales. Decidí tomar la iniciativa y hacer unas ediciones artesanales de mis cuentos favoritos y tirarme a la calle a venderlos—mi tío estaba de visita en la isla y me trajo unos papeles sobre distintas técnicas de coser libros—fui hasta Río Piedras a rebuscar por los precios más baratos en lo que Chory amenazaba con demandas por teléfono y Elliot me mantenía vivo con su cocina criolla—hice unas treinta copias que cosí yo mismo, solo en mi apartamento, viendo episodios de 30 Rock por horas interminables. Literal, me tiré a las Calles para venderlos, pero entre noche tras noche de arrebatos y borracheras (lo que nunca), me levantaba después de las doce para llegar al Viejo San Juan después de las cuatro, cinco de la tarde—y para esa hora los borrachitos estaban más concentrados en joder y gritar y bellaquear por el Morro que en leer las paterías de mis cuentos. Al cabo del fin de semana, había vendido menos de diez copias de la primera tirada… Tuve que empezar el semestre todavía resacado y sin el dinero para la renta del mes entrante (¡maldita sea la beca y los que mandan los sobrantes en cheques por correo!).
Decido sacrificarme y levantarme a las ocho y seis de la mañana el primer sábado de febrero para vender las copias que me quedaban en la 3ª Feria de Libros Independientes y Alternativos, un zoco cultural-artesanal-literario gestionado específicamente para autores que quieren tener una experiencia más cercana a la venta de sus libros, a las conversaciones con sus lectores, a los trueques de precios y las ganancias sin intervenciones. (Me había encontrado a Nicole Cecilia Delgado unos días antes en el Teatro y me había dicho que era medio first-come-first-served, así que no había tiempo para tirarme la vagancia y llegar después de las doce.) Cojo prestado la silla de playa que había en casa de mi abuela (te juro que es un Cadillac, es súper grande y cómodo y puede con el peso de mi madre) y llego tempranísimo a mi apartamento sólo para toparme con una millonada de cucarachitas festejando en los trastes sucios que mi roommate había dejado en el fregadero la noche anterior—ni se inmutan con mi presencia, siguen rozando sus sexos encima de los cubiertos y las tazas de café—y les rompo el bembé para limpiar los platos yo mismo porque no tengo tiempo para estas mierdas. Siento una alteración extraña, una ansiedad que me tiembla las manos; tal vez una ducha fría, una segunda taza de café… Me visto todo de negro (a lo Ramos Otero, el es mi norte) pero con medias verdes y pantallas doradas de mujer (que me tumbé de Macy’s) y un flamingo rosita con piernas de guindalejo (que le arranqué a un maniquí de Forever21). Me llevo una mesita de mi roommate en la cocina (si fue por adolescent revenge, no sé) porque la quiero usar como mostrador para mis libritos. Salgo en cuanto deja de llover, pero ya son las diez y ojalá que quede espacio.
Ya en la Loíza—me acuerdo que cuando en la high leímos “Majestad negra”, establecimos que el Paseo de Diego pudo haber sido el referente de Palés, pero con cuanto culto y bachata y rumba y reggaetón que sale explotado de esta zona, creo que hoy día el poema remite más a las majestades negras de la calle Loíza—paso por al frente del Cinema Paradiso—una burbujita de fango y grama en medio de Santurce donde proyectan (en un cuadrado pintado de blanco en una pared de cemento crudo) “una variedad de cine local, alternativo, internacional, corto y largo en un ambiente diferente y accesible” cada primer y tercer domingo del mes—y me estaciono lo más cercano posible. Llego todavía con prisa en la sangre (ni tomo un break para unos hits de Angélica para calmar los nervios) y ya David Caleb había puesto su mesita (debajo de una carpa grandísima, que conste) con una variedad de mini-carabelas, varitas de cuarzo y libritos cosidos, suyos y de ediciones Aguadulce. Justo al lado encuentro a Cindy con una caja de libros por intercambio—o sea, ella está repartiendo unos libros gratuitamente, pero le tienen que dar una sonrisa, una anécdota o algún gesto de valor emotivo—y me quedo en deuda con ella para hacerle un performance más tarde en el día. Intento encontrar una esquina que ya no esté repleta de carteras coloridas y pulseras metálicas y jabones naturales, pero David Caleb (siempre tan pendiente de uno, ¡es que hay que amarlo!) me dice que hay espacio para mis cosas en la carpa adyacente. Qué clase de leche.
Mi área de ventas luce humilde, pero estoy satisfecho. Ni un mantel me traje, pero pichea, pude limpiar las pocas telarañas que tenía la mesita—en realidad pasé el susto de la semana cuando saqué el microondas y hornito que tenía encima y se revelaron veinte (sí, lector, fucking twenty) cucarachitas que se habían escondido debajo—¿he mencionado que se me sale lo de loca cuando enfrento una emboscada de cucarachas hambrientas?—y organizo los ejemplares que me quedan: negro y acentos rojos, violeta con hilo rosado, amarillo amarrado en verde. Tres ediciones artesanales de cuentos de mi autoría: las primeras tres producciones de mi carrera literaria. (Bueno, ojalá que sea una carrera.) Le pego un cartelito amarillo que cargué por las Callesle hubiera escrito cuentos cortos a la venta, prefiero el tetrámetro trocaico—y me siento en la sillota de playa a esperar los clientes.
     A mi izquierda se sienta un panita de Sandra, la editora de Corpus Litterarum—un estudiante de historia del Colegio con unas pantorrillas gruesas y unos ojos sexy y unas malformaciones extrañas por la oreja izquierda—y termino hablando con él el resto del día sobre las distintas fases de población que sufrió San Juan—aparentemente, los primeros caseríos se irguieron en Puerta de Tierra en los cincuenta, el estilo art deco, en cemento reforzado (¿reforzado fue lo que dijo?) cuando Luis Muñoz Marín mandó a construir el primer hotel moderno en la isla, el Caribe Hilton, y se topó con un problema imprevisto: la vista panorámica del Caño Martín Peña y el Fanguito desde los balcones de los suites más lujosos y costosos de la Bahía, lo cual obligó al gobernador a proveerle a sus ciudadanos capitalinos un sistema de vivienda sin aguas estancadas ni condiciones infrahumanas. A mi derecha planta su bandera Yolanda Arroyo Pizarro (sí, esta Yolanda Arroyo Pizarro)—lo primero que hace es poner una caja desbordándose con sus libros (casi todos a $10)—lo primero que hago es agradecerle por ser la que mandó un ensayo mío a Aurora Boreal que decidieron publicar (¡en Dinamarca!)—y terminamos comentando la belleza de la clientela el resto del día. Al frente mío unos neohippies desalmados deciden exhibir muestras de menú variado de platos vegetarianos y wraps de berenjena y bizcochitos embarrados de chocolate syrup—trajeron un hornito, querido lector, te calientan la comida—Yolanda me dice que para bloquear la tentación, se está imaginando que la mesa sólo vende platos con remolacha—yo adapto la conjetura y me imagino un bosque de brócoli al vapor.
Poca molestia: el día promete aires más favorables. Faltan las Medallas y sería perfecto. Me acomodo para unas horas de vacilones en un círculo bastante entretenido del mundo literario puertorriqueño.
Quiero que algo quede bien claro, lector: ya para las once, doce del mediodía, parece un bazar turco—pero sin comerciantes halando clientes y regateando precios; somos más pacientes que eso. Imagínatelo: un cielo clarísimo, un olor a exhausto de carro y grama pisoteada, un calor infame. Han escogido el recipiente perfecto para mezclar el bullicio y la humedad y los colores vivos de las telas y las artesanías: las paredes de los edificios adyacentes crean la ilusión de enclaustramiento, de nuestro propio hoyito en la ciudad para armar nuestros quilombos; la melcocha de colores se casa maravillosamente con las paredes de los edificios adyacentes, y lucen bajo un sol candente los murales coloridos de los artistas urbanos (hasta veo una gráfica del pana mío, Mic Urban); las guaguas del AMA desembocan sus pasajeros en ambos lados de la Loíza justo al frente de la Feria; un ATH (de Banco Popular, para colmo) luce llena de billetes justo al lado del Cinema Paradiso. En otras palabras, simplemente no hay excusas: la gente tiene todo el día para llegar a hablar con los autores locales, hojear los libros que confeccionaron con sus propias manos, comer comida orgánica y saludable y deliciosa, escuchar cantautores en vivo y declamaciones de poesía, manosear pulseras o anillos o carteras, inspeccionar las ilustraciones de artistas gráficos, y comprar a vivo gusto todos los sabores del Caribe. Eso no se vació de principio a fin; júrame que la economía está en crisis.

Los primeros en llevarse de mis cuentos son unos viejos amigos de mi tío. Reyes (discúlpame, siempre te he llamado por tu apellido), quien me conoce desde chiquito, menciona que cuando buscaban a mi tío en casa de mi abuela, yo (maricón desde el vientre) comentaba (con candor infantil) que mi color favorito era el rosita; por compartir la anécdota—siempre es refrescante rellenar bloques de tiempo en mi niñez olvidada—le doy una copia del cuento mío que habla, precisamente, sobre las penurias de un niño homosexual en Río Piedras. También me compra la Baby Llenza—de las perras más chic que conozco, parece una Ellen pero más tropical y más hardcore con esos tatuajes coloridos en los brazos—tras hacer el esfuerzo de virar a la ATH y retirar su efectivo (¡sí se puede!). Próximo vienen unos verdaderos patronos de las artes, una pareja mayor con múltiples bolsas de canvas en cada brazo—compran uno de cada artículo en cada fucking mesa—les sonrío con la baba desbordándose por mis dientes y les enseño copias de mis cuentos de autoficción, los de fantasía, les hablo con calma del diseño y la costura y los textos—y me compran uno de cada uno, what the fuck!? (¿De verdad eso acaba de pasar?)
Para la una y media, David Caleb me pregunta si yo quiero ser maestro de ceremonia; “Dale, sí”, le respondo sin pensarlo. Después me pongo a pensar: ¿qué yo acabo de hacer? Estoy más que colado entre tanta figura literaria, ¿y ahora quieren que tome el micrófono y presente a dos de las poetas de Aguadulce? Trago saliva. Sigo con las ventas. Escucho a David Caleb leer poemas de Zelda y de su apendicitis cuando niño. Empiezo a contar los minutos en lo que hablo con el historiador y me ligo la gente con Yolanda. Pronto vuelve David Caleb y me dice que tengo break para coger el micrófono para leer fragmentos de mis cuentos—con gusto voy hasta el micrófono y me congelo cuando veo las decenas de personas dando vueltas por al Feria—regreso a donde David Caleb para encogerme del miedo y los nervios, le pido que alguien me presente o algo—“No, papi, así es que se hace, coge el micrófono y tíratela”—comienzo por hablar muy bajito por el micrófono (qué irónico que yo tiendo a gritar cuando hablo excepto cuando mi voz está amplificada) hasta que me escuchan los de atrás y el gentío de mi carpa empieza a aplaudir en solidaridad. Leo la primera parte de “Tratado de una sexualidad inconforme” en una especie de trance: pendiente al micrófono y a mi pantalla de la lengua (que se me olvidó quitar, maldita sea), pendiente a que mis manos no tiemblen tanto que no pueda aguantar el texto, pendiente a las dos chamacas por las carpas que no se distrajeron de la lectura en ningún momento—y para mi enorme sorpresa, me aplaude más de dos o tres personas y un tal César (con acento español) va directamente hacia mí para comprar el cuento que acabo de leer. ¡Enhorabuena!

     La tarde llega a un punto que no puedo quedarme quieto por los nervios y decido dar una vuelta para absorber la totalidad de la Feria. No le haría justicia un mero recuento de toda las joyitas disponibles, pero lo intentaré como quiera—ediciones artesanales de La casa de las formas de Joserramón Meléndes—copias de VHS antiguos (con reliquias invaluables como Y tu mamá también y The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert) que no se consiguen en ningún otro lado—tallados de madera con espectros y colores fantasmales—comics y caricaturas y cosas extrañas de Días y Killer y Mondo Bizarro—gráficas gigantescas en blanco y negro por el colectivo de diseño La Colmena—los nuevos poemarios Alejandra Reuhel con Gato Malo Editores—el chamaco de La Bromería vendiendo dos chistes por peso(enrollados en mitades de sorbetos, no estoy vacilando)—mesas con dibujos a mano e imanes coloridos y tatuajes de henna—una variedad impresionante de wallets y pantallas metálicas en los tendederos de Purple Swan—un taller interactivo para los niños para confeccionar juegos de origami—toda la selección de agendas y poemarios cosidos a mano por Atarraya—Amarilis Tavárez frustrada porque dejó las llaves dentro del carro—Isabel Batteria en medio de todos vendiendo mini-ediciones de sus crónicas santurcinas—jugos exprimidos de las frutas y los vegetales menos adulterados que han crecido este siglo—y cuando paro a mirar, todo lo que hay son risas y griterías (pero de las buenas) entre los clientes, reggae a todo volumen, autores brindando con Medallas y Heineken en bolsas de papel, madres jóvenes cargando con sus barrigas embarazadas y sus niños en los brazos con intenciones de instalarles un gusto hacia la cultura. Y a penas son las dos de la tarde.
      Bueno, llega el momento y me toca presentar a dos poetas de Aguadulce. Trato de no hablar enredado para que me entienda el público apiñado (cual está extrañamente atento, me alienta saber que hay tantas orejas pendientes al micrófono y a la poesía). Tras mi leve intervención, Iris Alejandra Maldonado lee unos poemas de su Burlesca—me encanta la dualidad del hablante, puede ser sólida como una estatua y motriz como el agua, como un pez, ¡extraño verte en los talleres!—y Anuchka Ramos Ruiz nos ofrece unos vistazos de su Autopsia—¡qué rico saber que ya metáforas de Pokémon están entrando en las letras puertorriqueñas! Después se me acercan dos panas de la high, Alexis y Gabriel José (sí, mi nombre invertido, fue un chistecito entre nosotros desde elemental), con un panita del Teatro (un afrocaribeño de verdad, con la cabeza repleta de dreads y los ojos rojísimos por razones envidiables) porque hablaron con Nicole Cecilia para que se tiraran un poco de música en vivo con improvisaciones de poesía. Gabriel es un duro con la guitarra y el bajo, Alexis suena el tambor como sólo un sanantoniense puede. Con voz de terciopelo, presento a los tres como los Juglares del instante, y entretienen la Feria por casi una hora con su poesía estrambótica y su voz cruda (sin micrófono).
     Ya nuevamente en mi carpa, me mantengo entretenido con las pequeñas idiosincrasias que componen la personalidad de Yolanda. Ella exige de cada uno de sus clientes que se una en la iniciativa de detener toda clase de racismo y homofobia en la isla. Se le acerca un conglomerado heterogéneo de personajes fanáticos de su literatura: otros autores puertorriqueños desquiciados, como Emilio del Carril (no me esperaba toparme con sus batatas súper-desarrolladas); lesbianas jóvenes con la cara roja al conocerla (las convence a comprar el libro cuando leen la página cuarentiocho de su última novela, Violeta); James Cantre, un poeta puertorriqueño radicado en Shanghai (¡para que veas que los boricuas están conquistando el mundo entero!). Cuando me toca a presentar al cantautor Gabo, Yolanda me informa que, a pesar de su barba sexosa y sus ojos verdes y su altura fornida y sus tatuajes bajapanties, su música es sacra—y yo me muero un poco por dentro, ni puedo presentarlo por la decepción—y grito “¡Alábalo, que vive!” entre los aplausos de sus canciones. Hasta me río con su esposa, Zulma, quien nos ayuda a recopilar inteligencia sobre un sujeto très interesant que insiste en pasear frente a nosotros—parece un Indiana Jones con su barba y su camisa de botones y su sombrero de vaquero—Yolanda: “¡Qué calor hace!”—Yo: “¡Esto no es un templo azteca!, ¡cuidado, que saca el látigo!”—aparentemente estudia historia en Mayagüez (es que las historias se repiten, mano) y actualmente trabaja un libro sobre lo que ha hecho Estados Unidos en Puerto Rico (¡Alábalo, que viveee!)—y concuerdo con Yolanda cuando celebra su iniciativa, que hacen falta más historiadores como él que estén así de buenos.
Ya para las tres, cuatro de la tarde, la Feria empieza a bajar las revoluciones y lo más que se registra en mi memoria son los momentos efímeros, las pequeñas bendiciones que alimentan mi existencia. Me encuentro con Monarca Morena (otra poeta Pokémon Master) y nos damos un section al lado de mi carro. (Random fact: un gran danés de como seis pies de cola a hocico se asoma silenciosamente por el balcón para vernos fumar—y le ofrecería una jalada pero no sé cómo reaccionaría la dueña.) Más y más personas se aventuran conmigo y me compran de mis libritos (y los primeros en agotarse son dos de mis cuentos de fantasía favoritos). Aparece un señor repartiendo azucenas por todo el gentío (el historiador me informa que él es bien inteligente: se para frente a la catedral de San Juan justo antes de la misa para vender sus ramilletes a las señoras rezonas) y la Feria se impregna con el olor a flores de domingo. Un poeta joven me regala un panfletito con muestras de su poesía—también viste todo de negro—también le resaltan sus prendas doradas—también se rapa los lados de la cabeza—también mira a todos como si tratara de entenderlos, como si tratara de entenderse a sí mismo en el proceso—y le devuelvo la sonrisa, porque me gusta cómo me sonríe.

     Pero ocurren dos momentos que considero verdaderamente trascendentales, dos sucesos que sólo pueden ocurrir en eventos como éstos en que se unen los amantes de la literatura y la catarsis del proceso creativo. El primero se da cuando aparece la Dra. Sunny Cabrera, Decana Auxiliar de Asuntos Estudiantiles y Orientación de mi Facultad. Ella fue de las primeras en llamar para informarme que mi cuento había ganado el Primer Certamen Literario de la Facultad de Humanidades—por suerte, el mismo que tenía a la venta. Me quiere comprar un ejemplar y (con un beso y un abrazo) se lo dedico en agradecimiento por ser de las primeras en darme tan buena noticia. (Todavía me manda buenas vibras cuando nos pasamos por Humanidades, y yo le sonrío y trato de disimular el arrebato.)
El segundo ocurre cuando me reconoce Gloribel Delgado (una fotógrafa preguntona, según ella) de cuando la conocí en la Feria del Libro del Autor. Ella se acerca y se alegra muchísimo cuando me ve vendiendo mis cuentos; aquí entra el nervio de preguntona porque me pide que le leyera un cuento—¿que le lea un cuento, aquí mismo?—pues… dale—y se dobla un poco y comienzo a leerle el cuento que considero mi más controversial (para medirla, para ver si se trauma un poco)—pero termina sentándose a escucharme leer como cinco páginas más. Siempre he preferido leerle mis cuentos a la gente—perdón a todas mis amistades que cojo desprevenidas, que los obligo a sentarse en la butaca reciclada de mi apartamento a escuchar una decena de páginas mías—pero considero especial el hecho de encontrarme en una feria así de bulliciosa, así de colorida, con tanta gente comprando y gritando y celebrando y bebiendo, y que una amante de la literatura detenga su día para adentrar en mi burbujita y revoletearse con mis pensamientos. Hasta me regala una azucena cuando termino de leerle, y mi apartamento todavía huele a su memoria. ¡Qué magicos son estos espacios! (¿Por qué diablos no hay más eventos como éste?)
A pesar de la longitud de las horas y de nuestra poca voluntad en terminar el día, llegan las cinco y todo el mundo recoleta sus bienes. Guardan cajones repletos de artesanías y libritos. Recogen carpas y basura del piso. Autores se despiden y se citan para el próximo evento literario. Yo estoy por las nubes: he vendido casi todos mis libritos y puedo quedarme en mi apartamento un mes más. Le digo a la Morena que quiero cocinar y darme una vueltita por la Perla para prender y celebrar las múltiples bendiciones del día. Antes de irme, me despido de Nicole Cecilia porque fue la responsable de este evento memorable, por querer gestionar en una zona tan tropical una feria en honor al arte, al color y las letras. ¡Tremendo esfuerzo, Nicole! ¡Tremendo resultado! Hasta la próxima Feria; que sea pronto, ¡que sean muchas!

Este servidor con cuentos a la venta.

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