1.2.14, 11h00, Santurce, Puerto Rico
Hace unos meses descubrí lo maravilloso
de los libros artesanales—puede referirse a proyectos de editoriales en
cartonera, como las colecciones de Atarraya—puede referirse a
las ediciones hechas a mano de Aguadulce—puede
referirse a revistas estudiantiles exquisitas como Parelhios—por lo que puede
significar en una economía caribeña estancada (como lo ha sido por siglos, si
se piensa). Son una afrenta a la desfachatez de (algunas, no todas) casas
editoriales locales que piden del autor (un compatriota que también sufre de la
economía maltrecha) una aportación monetaria cuantiosa (sino completa) para
sufragar los gastos de imprenta del libro—o sea, que si uno nace (o ya es)
adinerado, uno también es publicable (como siempre lo ha sido, si se piensa)—o
sea, que pudieses haber parido lo más cercano a “el/la próximo/a gran
poemario/novela/colección de cuentos/híbrido extraño de Puerto Rico”, pero si
eres un pobre de la vida, no tienes derecho a esa inmortalidad—o sea, que los
estudiantes que padecen de la economía estudiantil (como éste que está aquí)
están severamente jodíos. Son también una buena noticia para los que prefieren
conservar el valor del libro impreso, especialmente en un mundo letrado
disuelto por el torbellino cibernético y el texto en línea; incluso, remite a
la rica tradición de los primeros libros confeccionados por cleros reclusos, a
esos grandes tomos de la Edad Media caligrafiados laboriosamente con tinta
dorada, ilustradas con el imaginario religioso apocalíptico de los nuevos
testamentos, encuadernados con joyas semipreciosas y cueros exóticos (y, en muchas
ocasiones, piel humana). Claro está, libros artesanales pueden referirse a
panfletitos coloridos con copias impresas a tres centavos la copia, cubiertos
con la cartulina gruesa de Almacenes Colón, cosidos a prisas unos días antes
del evento con agujas hurtadas e hilo de nilón de Capri—pero los textos vienen
directo de las teclas del autor, el diseño responde sólo a los gustos del
artista que siente la necesidad de compartir las sinapsis de su consciencia, y
la producción es nada más que un labor of love hacia el lector. (Besides, it’s
the thought that counts.)
En la Feria del Libro del Autor el
diciembre pasado, ayudé a David Caleb Acevedo vender decenas de ediciones
artesanales de sus cuentos, confeccionados por él mismo (con alguna asistencia
de su pareja y sus talleristas); me quedé bobo con cuanta copia vendió, con la
frecuencia constante de clientes que llegaban hambrientos por libros para
llevarse en mano. Ese mismo sábado, fui al apartamento de Cindy Jiménez-Vera y le
ayudé a coser copias de su último poemario, 400 nuevos soles; ahí aprendí una variación de la
técnica japonesa de encuadernación, la tranquilidad de sentarse en tu propia
sala con una cantidad abrumadora de copias de tu propia obra, y la belleza
inherentemente humana hallada en los pequeños errores, en los hoyitos
equidistantes, en las marcas de las huellas digitales. Decidí tomar la
iniciativa y hacer unas ediciones artesanales de mis cuentos favoritos y
tirarme a la calle a venderlos—mi tío estaba de visita en la isla y me trajo
unos papeles sobre distintas técnicas de coser libros—fui hasta Río Piedras a
rebuscar por los precios más baratos en lo que Chory amenazaba con demandas por
teléfono y Elliot me mantenía vivo con su cocina criolla—hice unas treinta
copias que cosí yo mismo, solo en mi apartamento, viendo episodios de 30 Rock por horas interminables. Literal, me
tiré a las Calles para venderlos, pero entre noche tras noche de arrebatos y
borracheras (lo que nunca), me levantaba después de las doce para llegar al
Viejo San Juan después de las cuatro, cinco de la tarde—y para esa hora los
borrachitos estaban más concentrados en joder y gritar y bellaquear por el
Morro que en leer las paterías de mis cuentos. Al cabo del fin de semana, había
vendido menos de diez copias de la primera tirada… Tuve que empezar el semestre
todavía resacado y sin el dinero para la renta del mes entrante (¡maldita sea
la beca y los que mandan los sobrantes en cheques por correo!).
Decido sacrificarme y levantarme a las
ocho y seis de la mañana el primer sábado de febrero para vender las copias que
me quedaban en la 3ª Feria de Libros Independientes y Alternativos, un zoco cultural-artesanal-literario
gestionado específicamente para autores que quieren tener una experiencia más
cercana a la venta de sus libros, a las conversaciones con sus lectores, a los
trueques de precios y las ganancias sin intervenciones. (Me había encontrado a Nicole Cecilia Delgado unos días
antes en el Teatro y me había dicho que era medio first-come-first-served, así
que no había tiempo para tirarme la vagancia y llegar después de las doce.)
Cojo prestado la silla de playa que había en casa de mi abuela (te juro que es
un Cadillac, es súper grande y cómodo y puede con el peso de mi madre) y llego
tempranísimo a mi apartamento sólo para toparme con una millonada de
cucarachitas festejando en los trastes sucios que mi roommate había dejado en
el fregadero la noche anterior—ni se inmutan con mi presencia, siguen rozando
sus sexos encima de los cubiertos y las tazas de café—y les rompo el bembé para
limpiar los platos yo mismo porque no tengo tiempo para estas mierdas. Siento
una alteración extraña, una ansiedad que me tiembla las manos; tal vez una
ducha fría, una segunda taza de café… Me visto todo de negro (a lo Ramos Otero,
el es mi norte) pero con medias verdes y pantallas doradas de mujer (que me
tumbé de Macy’s) y un flamingo rosita con piernas de guindalejo (que le arranqué
a un maniquí de Forever21). Me llevo una mesita de mi roommate en la cocina (si
fue por adolescent revenge, no sé) porque la quiero usar como mostrador para
mis libritos. Salgo en cuanto deja de llover, pero ya son las diez y ojalá que
quede espacio.
Ya en la Loíza—me acuerdo que cuando en
la high leímos “Majestad negra”, establecimos que el Paseo de Diego pudo haber
sido el referente de Palés, pero con cuanto culto y bachata y rumba y reggaetón
que sale explotado de esta zona, creo que hoy día el poema remite más a las
majestades negras de la calle Loíza—paso por al frente del Cinema Paradiso—una burbujita
de fango y grama en medio de Santurce donde proyectan (en un cuadrado pintado
de blanco en una pared de cemento crudo) “una variedad de cine local, alternativo,
internacional, corto y largo en un ambiente diferente y accesible” cada primer
y tercer domingo del mes—y me estaciono lo más cercano posible. Llego todavía
con prisa en la sangre (ni tomo un break para unos hits de Angélica para calmar
los nervios) y ya David Caleb había puesto su mesita (debajo de una carpa
grandísima, que conste) con una variedad de mini-carabelas, varitas de cuarzo y
libritos cosidos, suyos y de ediciones Aguadulce. Justo al lado encuentro a
Cindy con una caja de libros por intercambio—o sea, ella está repartiendo unos
libros gratuitamente, pero le tienen que dar una sonrisa, una anécdota o algún
gesto de valor emotivo—y me quedo en deuda con ella para hacerle un performance
más tarde en el día. Intento encontrar una esquina que ya no esté repleta de
carteras coloridas y pulseras metálicas y jabones naturales, pero David Caleb
(siempre tan pendiente de uno, ¡es que hay que amarlo!) me dice que hay espacio
para mis cosas en la carpa adyacente. Qué clase de leche.
Mi área de ventas luce humilde, pero
estoy satisfecho. Ni un mantel me traje, pero pichea, pude limpiar las pocas
telarañas que tenía la mesita—en realidad pasé el susto de la semana cuando
saqué el microondas y hornito que tenía encima y se revelaron veinte (sí,
lector, fucking twenty) cucarachitas que se habían escondido debajo—¿he
mencionado que se me sale lo de loca cuando enfrento una emboscada de
cucarachas hambrientas?—y organizo los ejemplares que me quedan: negro y
acentos rojos, violeta con hilo rosado, amarillo amarrado en verde. Tres
ediciones artesanales de cuentos de mi autoría: las primeras tres producciones
de mi carrera literaria. (Bueno, ojalá que sea una carrera.) Le pego un
cartelito amarillo que cargué por las Calles—le hubiera escrito cuentos cortos a la venta,
prefiero el tetrámetro trocaico—y me siento en la sillota de playa a esperar
los clientes.
A mi izquierda se sienta un panita de Sandra, la editora de Corpus Litterarum—un estudiante de historia del Colegio con unas pantorrillas gruesas y unos ojos sexy y unas malformaciones extrañas por la oreja izquierda—y termino hablando con él el resto del día sobre las distintas fases de población que sufrió San Juan—aparentemente, los primeros caseríos se irguieron en Puerta de Tierra en los cincuenta, el estilo art deco, en cemento reforzado (¿reforzado fue lo que dijo?) cuando Luis Muñoz Marín mandó a construir el primer hotel moderno en la isla, el Caribe Hilton, y se topó con un problema imprevisto: la vista panorámica del Caño Martín Peña y el Fanguito desde los balcones de los suites más lujosos y costosos de la Bahía, lo cual obligó al gobernador a proveerle a sus ciudadanos capitalinos un sistema de vivienda sin aguas estancadas ni condiciones infrahumanas. A mi derecha planta su bandera Yolanda Arroyo Pizarro (sí, esta Yolanda Arroyo Pizarro)—lo primero que hace es poner una caja desbordándose con sus libros (casi todos a $10)—lo primero que hago es agradecerle por ser la que mandó un ensayo mío a Aurora Boreal que decidieron publicar (¡en Dinamarca!)—y terminamos comentando la belleza de la clientela el resto del día. Al frente mío unos neohippies desalmados deciden exhibir muestras de menú variado de platos vegetarianos y wraps de berenjena y bizcochitos embarrados de chocolate syrup—trajeron un hornito, querido lector, te calientan la comida—Yolanda me dice que para bloquear la tentación, se está imaginando que la mesa sólo vende platos con remolacha—yo adapto la conjetura y me imagino un bosque de brócoli al vapor.
A mi izquierda se sienta un panita de Sandra, la editora de Corpus Litterarum—un estudiante de historia del Colegio con unas pantorrillas gruesas y unos ojos sexy y unas malformaciones extrañas por la oreja izquierda—y termino hablando con él el resto del día sobre las distintas fases de población que sufrió San Juan—aparentemente, los primeros caseríos se irguieron en Puerta de Tierra en los cincuenta, el estilo art deco, en cemento reforzado (¿reforzado fue lo que dijo?) cuando Luis Muñoz Marín mandó a construir el primer hotel moderno en la isla, el Caribe Hilton, y se topó con un problema imprevisto: la vista panorámica del Caño Martín Peña y el Fanguito desde los balcones de los suites más lujosos y costosos de la Bahía, lo cual obligó al gobernador a proveerle a sus ciudadanos capitalinos un sistema de vivienda sin aguas estancadas ni condiciones infrahumanas. A mi derecha planta su bandera Yolanda Arroyo Pizarro (sí, esta Yolanda Arroyo Pizarro)—lo primero que hace es poner una caja desbordándose con sus libros (casi todos a $10)—lo primero que hago es agradecerle por ser la que mandó un ensayo mío a Aurora Boreal que decidieron publicar (¡en Dinamarca!)—y terminamos comentando la belleza de la clientela el resto del día. Al frente mío unos neohippies desalmados deciden exhibir muestras de menú variado de platos vegetarianos y wraps de berenjena y bizcochitos embarrados de chocolate syrup—trajeron un hornito, querido lector, te calientan la comida—Yolanda me dice que para bloquear la tentación, se está imaginando que la mesa sólo vende platos con remolacha—yo adapto la conjetura y me imagino un bosque de brócoli al vapor.
Poca molestia: el día promete aires más
favorables. Faltan las Medallas y sería perfecto. Me acomodo para unas horas de
vacilones en un círculo bastante entretenido del mundo literario
puertorriqueño.
Quiero que algo quede bien claro,
lector: ya para las once, doce del mediodía, parece un bazar turco—pero sin
comerciantes halando clientes y regateando precios; somos más pacientes que
eso. Imagínatelo: un cielo clarísimo, un olor a exhausto de carro y grama
pisoteada, un calor infame. Han escogido el recipiente perfecto para mezclar el
bullicio y la humedad y los colores vivos de las telas y las artesanías: las
paredes de los edificios adyacentes crean la ilusión de enclaustramiento, de
nuestro propio hoyito en la ciudad para armar nuestros quilombos; la melcocha
de colores se casa maravillosamente con las paredes de los edificios
adyacentes, y lucen bajo un sol candente los murales coloridos de los artistas urbanos (hasta veo una gráfica del pana mío, Mic Urban); las guaguas del AMA desembocan sus pasajeros en ambos lados de la Loíza justo al frente de la Feria; un ATH (de Banco Popular, para colmo) luce
llena de billetes justo al lado del Cinema Paradiso. En otras palabras,
simplemente no hay excusas: la gente tiene todo el día para llegar a hablar con
los autores locales, hojear los libros que confeccionaron con sus propias
manos, comer comida orgánica y saludable y deliciosa, escuchar cantautores en
vivo y declamaciones de poesía, manosear pulseras o anillos o carteras,
inspeccionar las ilustraciones de artistas gráficos, y comprar a vivo gusto
todos los sabores del Caribe. Eso no se vació de principio a fin; júrame que la
economía está en crisis.
Los primeros en llevarse de mis cuentos
son unos viejos amigos de mi tío. Reyes (discúlpame, siempre te he llamado por
tu apellido), quien me conoce desde chiquito, menciona que cuando buscaban a mi
tío en casa de mi abuela, yo (maricón desde el vientre) comentaba (con candor
infantil) que mi color favorito era el rosita; por compartir la
anécdota—siempre es refrescante rellenar bloques de tiempo en mi niñez
olvidada—le doy una copia del cuento mío que habla, precisamente, sobre las
penurias de un niño homosexual en Río Piedras. También me compra la Baby
Llenza—de las perras más chic que conozco, parece una Ellen pero más tropical y
más hardcore con esos tatuajes coloridos en los brazos—tras hacer el esfuerzo
de virar a la ATH y retirar su efectivo (¡sí se puede!). Próximo vienen unos
verdaderos patronos de las artes, una pareja mayor con múltiples bolsas de
canvas en cada brazo—compran uno de cada artículo en cada fucking mesa—les sonrío con la baba desbordándose
por mis dientes y les enseño copias de mis cuentos de autoficción, los de
fantasía, les hablo con calma del diseño y la costura y los textos—y me
compran uno de cada uno, what the fuck!? (¿De verdad eso acaba de pasar?)
Para la una y media, David Caleb me
pregunta si yo quiero ser maestro de ceremonia; “Dale, sí”, le respondo sin
pensarlo. Después me pongo a pensar: ¿qué yo acabo de hacer? Estoy más que
colado entre tanta figura literaria, ¿y ahora quieren que tome el micrófono y
presente a dos de las poetas de Aguadulce? Trago saliva. Sigo con las ventas.
Escucho a David Caleb leer poemas de Zelda y de su apendicitis cuando niño.
Empiezo a contar los minutos en lo que hablo con el historiador y me ligo la
gente con Yolanda. Pronto vuelve David Caleb y me dice que tengo break para
coger el micrófono para leer fragmentos de mis cuentos—con gusto voy hasta el
micrófono y me congelo cuando veo las decenas de personas dando vueltas por al
Feria—regreso a donde David Caleb para encogerme del miedo y los nervios, le
pido que alguien me presente o algo—“No, papi, así es que se hace, coge el
micrófono y tíratela”—comienzo por hablar muy bajito por el micrófono (qué
irónico que yo tiendo a gritar cuando hablo excepto cuando mi voz está amplificada) hasta
que me escuchan los de atrás y el gentío de mi carpa empieza a aplaudir en
solidaridad. Leo la primera parte de “Tratado de una sexualidad inconforme” en
una especie de trance: pendiente al micrófono y a mi pantalla de la lengua (que
se me olvidó quitar, maldita sea), pendiente a que mis manos no tiemblen tanto que
no pueda aguantar el texto, pendiente a las dos chamacas por las carpas que no se
distrajeron de la lectura en ningún momento—y para mi enorme sorpresa, me
aplaude más de dos o tres personas y un tal César (con acento español) va
directamente hacia mí para comprar el cuento que acabo de leer. ¡Enhorabuena!
La tarde llega a un punto que no puedo quedarme quieto por los nervios y decido dar una vuelta para absorber la totalidad de la Feria. No le haría justicia un mero recuento de toda las joyitas disponibles, pero lo intentaré como quiera—ediciones artesanales de La casa de las formas de Joserramón Meléndes—copias de VHS antiguos (con reliquias invaluables como Y tu mamá también y The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert) que no se consiguen en ningún otro lado—tallados de madera con espectros y colores fantasmales—comics y caricaturas y cosas extrañas de Días y Killer y Mondo Bizarro—gráficas gigantescas en blanco y negro por el colectivo de diseño La Colmena—los nuevos poemarios Alejandra Reuhel con Gato Malo Editores—el chamaco de La Bromería vendiendo dos chistes por peso(enrollados en mitades de sorbetos, no estoy vacilando)—mesas con dibujos a mano e imanes coloridos y tatuajes de henna—una variedad impresionante de wallets y pantallas metálicas en los tendederos de Purple Swan—un taller interactivo para los niños para confeccionar juegos de origami—toda la selección de agendas y poemarios cosidos a mano por Atarraya—Amarilis Tavárez frustrada porque dejó las llaves dentro del carro—Isabel Batteria en medio de todos vendiendo mini-ediciones de sus crónicas santurcinas—jugos exprimidos de las frutas y los vegetales menos adulterados que han crecido este siglo—y cuando paro a mirar, todo lo que hay son risas y griterías (pero de las buenas) entre los clientes, reggae a todo volumen, autores brindando con Medallas y Heineken en bolsas de papel, madres jóvenes cargando con sus barrigas embarazadas y sus niños en los brazos con intenciones de instalarles un gusto hacia la cultura. Y a penas son las dos de la tarde.
Ya nuevamente en mi carpa, me mantengo
entretenido con las pequeñas idiosincrasias que componen la personalidad de
Yolanda. Ella exige de cada uno de sus clientes que se una en la iniciativa de
detener toda clase de racismo y homofobia en la isla. Se le acerca un
conglomerado heterogéneo de personajes fanáticos de su literatura: otros
autores puertorriqueños desquiciados, como Emilio del Carril (no me esperaba
toparme con sus batatas súper-desarrolladas); lesbianas jóvenes con la cara
roja al conocerla (las convence a comprar el libro cuando leen la página cuarentiocho
de su última novela, Violeta); James Cantre, un poeta
puertorriqueño radicado en Shanghai (¡para que veas que los boricuas están
conquistando el mundo entero!). Cuando me toca a presentar al cantautor Gabo, Yolanda me informa que, a pesar de su
barba sexosa y sus ojos verdes y su altura fornida y sus tatuajes bajapanties,
su música es sacra—y yo me muero un poco por dentro, ni puedo presentarlo por
la decepción—y grito “¡Alábalo, que vive!” entre los aplausos de sus canciones.
Hasta me río con su esposa, Zulma, quien nos ayuda a recopilar inteligencia sobre
un sujeto très interesant que insiste
en pasear frente a nosotros—parece un Indiana Jones con su barba y su camisa de
botones y su sombrero de vaquero—Yolanda: “¡Qué calor hace!”—Yo: “¡Esto no es
un templo azteca!, ¡cuidado, que saca el látigo!”—aparentemente estudia
historia en Mayagüez (es que las historias se repiten, mano) y actualmente trabaja
un libro sobre lo que ha hecho Estados Unidos en Puerto Rico (¡Alábalo, que
viveee!)—y concuerdo con Yolanda cuando celebra su iniciativa, que hacen falta
más historiadores como él que estén así de buenos.
Ya para las tres, cuatro de la tarde, la
Feria empieza a bajar las revoluciones y lo más que se registra en mi memoria
son los momentos efímeros, las pequeñas bendiciones que alimentan mi existencia.
Me encuentro con Monarca Morena (otra poeta Pokémon Master) y nos damos un
section al lado de mi carro. (Random fact: un gran danés de como seis pies de
cola a hocico se asoma silenciosamente por el balcón para vernos fumar—y le ofrecería
una jalada pero no sé cómo reaccionaría la dueña.) Más y más personas se
aventuran conmigo y me compran de mis libritos (y los primeros en agotarse son
dos de mis
cuentos de fantasía favoritos). Aparece un señor repartiendo azucenas por
todo el gentío (el historiador me informa que él es bien inteligente: se para
frente a la catedral de San Juan justo antes de la misa para vender sus ramilletes
a las señoras rezonas) y la Feria se impregna con el olor a flores de domingo. Un poeta joven me regala un panfletito con muestras de su poesía—también viste
todo de negro—también le resaltan sus prendas doradas—también se rapa los lados
de la cabeza—también mira a todos como si tratara de entenderlos, como si
tratara de entenderse a sí mismo en el proceso—y le devuelvo la sonrisa, porque
me gusta cómo me sonríe.
Pero ocurren dos momentos que considero verdaderamente trascendentales, dos sucesos que sólo pueden ocurrir en eventos como éstos en que se unen los amantes de la literatura y la catarsis del proceso creativo. El primero se da cuando aparece la Dra. Sunny Cabrera, Decana Auxiliar de Asuntos Estudiantiles y Orientación de mi Facultad. Ella fue de las primeras en llamar para informarme que mi cuento había ganado el Primer Certamen Literario de la Facultad de Humanidades—por suerte, el mismo que tenía a la venta. Me quiere comprar un ejemplar y (con un beso y un abrazo) se lo dedico en agradecimiento por ser de las primeras en darme tan buena noticia. (Todavía me manda buenas vibras cuando nos pasamos por Humanidades, y yo le sonrío y trato de disimular el arrebato.)
Pero ocurren dos momentos que considero verdaderamente trascendentales, dos sucesos que sólo pueden ocurrir en eventos como éstos en que se unen los amantes de la literatura y la catarsis del proceso creativo. El primero se da cuando aparece la Dra. Sunny Cabrera, Decana Auxiliar de Asuntos Estudiantiles y Orientación de mi Facultad. Ella fue de las primeras en llamar para informarme que mi cuento había ganado el Primer Certamen Literario de la Facultad de Humanidades—por suerte, el mismo que tenía a la venta. Me quiere comprar un ejemplar y (con un beso y un abrazo) se lo dedico en agradecimiento por ser de las primeras en darme tan buena noticia. (Todavía me manda buenas vibras cuando nos pasamos por Humanidades, y yo le sonrío y trato de disimular el arrebato.)
El segundo ocurre cuando me reconoce
Gloribel Delgado (una fotógrafa preguntona, según ella) de cuando la conocí en
la Feria del Libro del Autor. Ella se acerca y se alegra muchísimo cuando me ve
vendiendo mis cuentos; aquí entra el nervio de preguntona porque me pide que le
leyera un cuento—¿que le lea un cuento, aquí mismo?—pues… dale—y se dobla un
poco y comienzo a leerle el cuento que considero mi más controversial (para
medirla, para ver si se trauma un poco)—pero termina sentándose a escucharme
leer como cinco páginas más. Siempre he preferido leerle mis cuentos a la gente—perdón
a todas mis amistades que cojo desprevenidas, que los obligo a sentarse en la
butaca reciclada de mi apartamento a escuchar una decena de páginas mías—pero considero
especial el hecho de encontrarme en una feria así de bulliciosa, así de
colorida, con tanta gente comprando y gritando y celebrando y bebiendo, y que
una amante de la literatura detenga su día para adentrar en mi burbujita y
revoletearse con mis pensamientos. Hasta me regala una azucena cuando termino
de leerle, y mi apartamento todavía huele a su memoria. ¡Qué magicos son estos
espacios! (¿Por qué diablos no hay más eventos como éste?)
A pesar de la longitud de las horas y de
nuestra poca voluntad en terminar el día, llegan las cinco y todo el mundo recoleta
sus bienes. Guardan cajones repletos de artesanías y libritos. Recogen carpas y
basura del piso. Autores se despiden y se citan para el próximo evento
literario. Yo estoy por las nubes: he vendido casi todos mis libritos y puedo
quedarme en mi apartamento un mes más. Le digo a la Morena que quiero cocinar y
darme una vueltita por la Perla para prender y celebrar las múltiples
bendiciones del día. Antes de irme, me despido de Nicole Cecilia porque fue la
responsable de este evento memorable, por querer gestionar en una zona tan tropical
una feria en honor al arte, al color y las letras. ¡Tremendo esfuerzo, Nicole! ¡Tremendo
resultado! Hasta la próxima Feria; que sea pronto, ¡que sean muchas!
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Este servidor con cuentos a la venta. |
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