Wednesday, January 1, 2014

Quiero empezar el año hablando claro

31.12.13, 23h45, Río Piedras, Puerto Rico:

No siento la necesidad de reflexionar sobre un año perdido, uno que recibo en la soledad de la sala en casa de mi abuela, la misma casa de siempre, rodeado de fotos de mi abuelo bañados en la oscuridad de una vela apagada, tratando de reírme con un episodio más de It’s Always Sunny in Philadelphia (por cierto, es bastante gracioso, aprecio la crítica irónica que esos gringos pueden hacer de ellos mismos, y se lo recomiendo a todo lector que sea cliente de Netflix). Uno año menos en el calendario, uno más aplastando estos huesos. Me acuesto al revés en el sofá, mis pies tocando las teclas del piano desenchufado, mi cabeza peligrando con la dureza de las losetas. Trato de no cambiar el canal para evitar cualquier vistazo de los fuegos artificiales que tanto esconden las balas perdidas cada añonuevo—aunque de vez en cuando, un destello de color explota entre las rendijas de la ventana, y los pocos reflejos que heredé de mi especie me obligan a reconocer aquella luz de reojo, y veo luciérnagas de magenta y esmeralda que no logro remitir a mi olvidada y reprimida niñez.

No miro más por la ventana. No entro más a Facebook. No prendo ni una luz para que mi abuelo no me vea (ni le quiero mirar a los ojos). Mientras tanto, trato de matar esta iniciativa anoréxica con un poco de arroz blanco, con nuggets de Tyson y una bolsa tamaño industrial de papitas ya fritas (la primera cena del año, semi-homemade). Me tiro en el sofá, subo el volumen porque ya las detonaciones me tienen mal, y nuevamente la espera—a que termine este año de una vez por todas—a que desaparezca o se enrede con las aspas del abanico y se caiga en mi cabeza—a que extraiga los huesos de mi cuerpo y en el umbral del nuevo año me ofrezca un nuevo esqueleto, un nuevo recipiente en el que continuar mi misión. Espero a que termine de calentar la comida para rellenar ese vacío en mi estómago, ese hueco que no logro llenar con lágrimas que, en mi indiferencia, no logro ceder, ese exilio que me impuse en mi propia casa, en mi propia sala, tan mía como nunca la había sido antes, hediendo en el calor del abanico y la luz blanca reflejada en las persianas cerradas. Escribo en tinta azul estos pensamientos, palabras que no valen un chavo ni un segundo, que se derriten con la inercia del encerramiento, que sudan a pesar del frío de un invierno que no parece tropical. Saco la pieza, la desenvuelvo, la relleno de perlas oxidadas, la prendo, recojo su leche en mi garganta deshidratada. Entro a Tumblr, busco los trigueños lampiños que no sienten pena al ponerse en cuatro frente a una cámara, me masturbo pensando en aquel prepa de Mayagüez cuyo ano peludo todavía siento calenturiento restregado en mi rostro (pero que afeitó recientemente para un concierto de Calvin Harris), me encojo del dolor de otro orgasmo extraviado. Un ritual como cualquier otro, repetido desde ese verano entre sexto y séptimo, en que la curiosidad me hizo tocar los secretos de la ducha hasta la estimulación perfecta, hasta mi iniciación en los quejidos y gustazos de los hombres adolescentados. Ya digeridos los pedazos de pollo homogenizado, ya subido el volumen del televisor cuando dan las doce y el cielo se prende en una millonada de detonaciones ensordecedoras, ya recogida la leche en la efeméride de un papel toalla, me desnudo y abro la puerta de la casa, a esperar ese polvo que nunca llegará—mientras el rostro de mi abuelo, desde su mesita oscura, me aguarda con tristeza. Mientras tanto, mi madre y mi abuela estarán frustradas al llegar al Hotel San Juan porque no tienen los cien pesos (por persona) para entrar a la camaradería del lobby y recibir su copa de champagne a las doce, para celebrar entre copazos con extraños el final de un año plagado de aumentos y deterioros, se resignarán a recibir el año esperando algún tipo de fortuna en las maquinitas de a chavito. Yo, sin embargo, sigo esperando a que se terminen las horas. La noche se vuelve turbia y desde el sofá, entre mis párpados hinchados, puedo observar el humetín de cuanto explosivo sufrió una muerte sonriente, colorida, y juro que parece una neblina sabor a carbón guindando sobre toda superficie (y agradezco el hecho de que yo no sea en ese momento el único ser en el mundo capsuleando su soledad). Entre maldiciones hacia los manufactureros de los cuartos de dinamitas, anticipando los asesinatos de un Caribe eternamente violento, apago el televisor y me encierro en mi cueva, la misma de siempre, y ni prendo el abanico ni el aire acondicionado porque hoy no es especial, no siento la necesidad de acurrucarme en el calor de un nuevo año, tan preñado de esperanzas falsas y promesas que no se cumplirán aunque hubiese un día más entre febrero y marzo. No son tan diferentes estas horas de soledad a las que acaban de esfumarse con la medianoche, ni sabrán menos amargas que las que faltan por llegar, porque hoy es como Navidades, como Pascuas, como un solsticio, como el desempleo: un día más en el calendario, como cualquier otro, arrancado de la pared.

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