Tuesday, September 30, 2014

El tiempo no da como antes

30.09.14, 9h00, Río Piedras, Puerto Rico     
      
            Hoy, literal, tuve que ausentarme de mi primera clase para poder estirar el músculo. Preparé la sala con lo usual: el celular conectado a Setreodose conectado vía bluetooth a las bocinas, la mesita pegada a mi cuerpo reclinado sobre el couch, la pieza ya paqueada y esperando mi intervención, el abaniquito desde otra esquina resoplando el fuego exhalado. No tengo un vasito de agua para bien oxigenar el cerebro. No tengo el sol inundando mi entorno. Tengo el silencio de una casa vacía, el cliché total del acto solitario de la escritura—hasta el tormento que lo acompaña.

            Esto de tratar de escribir todos los días es algo tedioso. A la misma vez, es el consejo unánimemente dispensado. Lo más que repiten, que el cerebro es tan músculo como un bíceps, como el corazón, y hay que estirarlo y hay que contraerlo y hay que sacarlo a pasear. ¿Pero dónde uno encuentra el tiempo? Quisiera tanto estar venticuatrosiete traqueteando con el teclado, despertar el rugido de dragón en mis muñecas, acercarme aún más a la pantalla hasta que se me viren los ojos hacia dentro y mi cabeza se sumerja por completo en su luz. ¿Pero dónde uno encuentra la energía? Si ya desde las seis de la mañana un lunes estoy despierto, desayunando dos huevos quemados a ligeras para correr hasta el tren a las siete, antes de las ocho en el correcorre de un restaurante con clientes y sus visas negras y sólo un quince por ciento de propina, luego tres clases que expanden el cerebro a nivel abrumador después de un día de oxigenación acelerada, para entonces cachetearle comida a los pentecostales (¡ahora están en la Gándara, llega después de las cinco y veinte y te pierdes el sermón!) para entonces fumar con quien quiera quien pueda para entonces estirar y estirar y estirar en la clase de yoga, apretujarme contra otros cuerpos calentados en una glorieta interrumpida por telones de saco, ocultarme de dos polvos más que llegaron a la clase el mismo día pero que se fueron a las millas antes de poder saludarlos, luego a las nueve intentar el descanso, cuan efímero sea, después de un día entero de ajetreo y arribabajo y miradas esquivas y qué se yo cuántas preguntas dejadas sin contestar, amigos que no tienes tiempo para llamar, ideas que no encuentras dónde anotar y luego acordar, padres que están muy lejos (o muy cerca) para visitar, ambiciones dejadas a mitad porque ni tienes la disponibilidad ni tienes la fuerza.
            Pero así no se puede… No tengo el tiempo para desenvolverme de la manera más pura, más agotadora. No tengo la fuerza para organizar mis pensamientos después de tantas horas estirándolos en las cuatro direcciones. Quisiera tanto, tanto, sacar cuatro libros al año como algunos de mis profesores, escribir para someter a revistas o convocatorias o certámenes de aquí y afuera, desaparecerme por una semana nada más, tal vez dos, a una esquina recóndita del archipiélago y parir lo que me falte de un texto frente al mar, frente al límite de un bosque, frente a un espejo para ver de cuán profundo en mi cuero puedo extraer la piedra de la locura…
            Sin embargo, si no abro caja y vendo tostadas francesas por la millonada, no tengo dinero para renta, ni para mi yerba. Si no separo burbujas de tiempo para adelantar lecturas y decirle a mi abuela que sí, que en efecto estoy estudiando, no puedo sentirme satisfecho en la manera más genuina, más conocida, según mis estándares.
            A la misma vez, sé que me estoy quejando demasiado… Por lo menos tengo trabajo. Por lo menos estoy estudiando. Puedo concluir que padezco de una vieja angustia humana, una de sus tristezas más repetidas y superfluas: el no estar satisfecho con lo que uno tiene, con lo que ha logrado. El no conformarse. Y a veces—no en todos los casos—eso puede desembocar en una consumación sumamente peligrosa.

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